viernes, 30 de septiembre de 2011

La justicia poética y el mosquito tigre, parte II

¿Y qué ocurre con el padre, el taimado, el celoso guardían, insolente y antipático? ¿qué ocurre con ese hombre de torva mirada, manos gruesas, nariz grande y maneras bruscas? Es difícil adivinar lo que está pensando por su cabeza mientras sube los toldos de la fachada para evitar que el viento, cada vez más potente,  rasgue la tela. Pero de alguna manera entiendo sus razones, mi intuición me dice que para ese padre, el amante de su hija nunca estará a la altura del amor que él mismo la profesa. Porque el amante sólo puede ser amante, lo es por entero cuando ama, y le consta que, en el caso del chico del pelo de pincho, ama con ese amor exigente de la juventud, imperioso, egoísta, que gravita molesto en busca de una vena que llevarse a la boca, como los inclementes chupópteros nacidos de la humedad y la basura. En cambio él... él es capaz de amar la gracia espontánea, las facciones puras de su niña, la gravedad de su rostro cuando la tristeza o la melancolía la atormentan. Y no está dispuesto a dejarla en manos de especuladores, de candidatos imberbes, de jovencitos con el pelo de pincho que rondan como abejorros a la flor más hermosa de su jardín privado.
Su niña se revela con toda la fuerza de mujer cristalizada, lo sabe muy bien, pero él no es capaz de arrancarse una niña, sería como arrancarse una uña, su niña que hace apenas dos años aún llevaba bajo el brazo sus carpetas forradas con los niñatos del super-pop.
La lluvia hace acto de presencia. Tal vez haga desistir al mosquito tigre de la terraza, debe pensar el padre. La lluvia tal vez ahuyentará a ese ser aparentemente insignificante, combativo, tenaz, selectivo en la elección de su presa, vulnerable, molesto, colonizador de territorios ajenos. El mosquito atraviesa la piel para chupar una pequeña porción de sangre cargada de vitaminas. Vitales vitaminas que le permitirán subsistir.
En la terraza del bar, la gente paga sus consumiciones y se levanta de forma precipitada.
Siento lástima y envidia por esa pareja que se queda sola, él pegado a su silla, adorando de lejos a su chica, hostigado por un deseo tan grande como la mediocridad de vivir sin una esperanza cierta, y ella, cobijada bajo el paraguas, situada en la encrucijada de los amores disputados.  Me recuerdan a los protagonistas de "Pájaros de Portugal",  la canción de Sabina: "qué pequeña es la luz de los faros del que sueña con la libertad"
Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido. Seguramente.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El mosquito tigre y la justicia poética, parte I

"Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido", dice un viejo axioma, y cobra de repente  vigencia cuando asisto a una de esas escenas de la vida diaria que obligan a tomar partido, aunque sea de forma indirecta. Un bar de aspecto sencillo, un padre con pinta de bodeguero, imponente, los ojos oscuros, inquisitivos, clavados en la hija joven y guapa que trabaja de camarera en el negocio familiar. Y un chico de aspecto corriente, cara delgada, pelo de pincho y ojos brillantes que miran con cálida expresión de insoportable amor las idas y venidas de la chica. Ella se detiene durante largo rato en la terraza, sirviendo los refrescos, los helados, los tés fríos, el whisky on the rocks, el vaso largo de horchata, el café americano que tanto les gusta a algunos extranjeros. Solícita y delgada, encantadoramente lenta y elegante.  Sirviendo como si se tratase de un ritual en el que ella misma sería consagrada como la diosa de las terrazas de verano de un pueblo con el mar a sólo dos pasos. La tarde transcurre sin sobresaltos, los torsos desnudos o semidesnudos pasean sus encantos y sus sudores por la calle que muere en el paseo marítimo. El tiempo está algo revuelto, y la tormenta se anuncia con señales apenas perceptibles: los animales y las personas están tensas, a la espera; del mar llega el olor crudo, visceral, del pescado, y de la tierra, el tufo podrido de la incipiente, callada rebelión subterránea de las cloacas. En el cielo, nubes espesas, grises y pesadas, suspendidas como una gran malla de acero sobre nuestras cabezas.

El chico tiene el pelo moreno, de pincho, en forma de arco, con la zona de las orejas cortada a cero. De cerca tiene ese aire de rebeldía característica de los que pertenecen a alguna de esas tribus urbanas que a menudo se nutren de los que son o se sienten desplazados. Con gesto resuelto, coge en su mano el vaso de coca-cola y se dirige al dueño del local: "Me lo llevo a la terraza", confirma, señalando el vaso largo que contiene el líquido del color del regaliz. El padre, el amo, le mira con un desprecio que no pasa inadvertido, pero conserva la calma y el dominio de sí mismo. "La terraza lleva suplemento. Un euro", confirma sin pestañear. 
Los clientes del bar, los asiduos, conocemos o presentimos el trasfondo de la historia y ahora nos miramos, incrédulos. De inmediato, el chico con el pelo de pincho se gana nuestra simpatía. Porque no es fácil amar a distancia. Y porque aquel desgobierno, aquella zozobra que envolvía a los dos amantes en la magia tierna de los amores disputados hace que nuestros pechos sientan una bondad que acaricia como una mano delicada; la fuerza de la compasión cala hondo en cada uno de nosotros, y arrastra mareas bendecidas. Durante un breve espacio de tiempo, la tensión del chico es un hilo rojo que tira, que nos arrastra para unir nuestras fuerzas y agarrarnos a esa cuerda invisible que puede salvar in extremis al naúfrago que pide ayuda desde lo profundo del acantilado. Rápido, decidido, el chico deposita un euro sobre el mostrador y se aleja del padre con una orgullosa reserva. La sonrisa de su cara es una espada que corta cualquier resistencia. Pero el padre, ay, el padre, le vigila desde la corta distancia de su trono de rey empeñado en no entregar a cualquiera la mano de su princesa.
Un cliente habitual, con ojos rasgados y rala barba de chivo se dirige al buda, que descansa los brazos sobre el costado sin dejar de vigilar sus posesiones. "Vamos, hombre, son jóvenes", le dice el hombre. Pero el padre, el amo, no contesta. Sigue absorto, aparentemente, en el batir monótono de las aspas el ventilador que cuelga del techo. Pero la vida avanza, y el chico se abre camino entre las mesas, respirando el aire empalagoso y  húmedo de la calle. Por fin se sienta en una de las sillas y mira a la chica, cabizbajo y tímido mientras se se atusa de vez en cuando la cara, nervioso. Se cruzan miradas de amor tan desesperadas, que estoy segura de que todo el universo debe ponerse de su parte, porque la felicidad es un trabajo común en el que todos estamos directamente implicados y porque es una vocación a la que todos, sin excepción, somos llamados.                                                                                          
Espero con verdadero interés, con ansia, que esta historia tenga un final feliz.
Un viento súbito y molesto sacude de pronto los toldos del bar y las sombrillas de la terraza. La bella camarera sigue sirviendo las bebidas. De vez en cuando un "merçi beaucoup" o un "thank you" escapan de su boca, ligeros como una caricia. Él bebe una coca-cola que a esas alturas se habrá convertido en un caldo. Su cuerpo joven, sus ojos, hablan el lenguaje del amor.
Se nos acusa de ser mezquinos, insensibles con el dolor ajeno, con los asuntos que no nos afectan, en  apariencia. Pero basta con una lágrima, o con el sufrimiento callado de un hombre que ama pese a todo, para llegar a nuestra alma. Esto, creo, es justicia poética.
Todos anhelamos que las historias de amor tengan un final feliz. Que los débiles mortales que se enfrentan a su sino o a la fuerza implacable de titanes mitológicos, venzan por nosotros, nos denfiendan al mismo tiempo que defienden su amor, su vida o sus convicciones.  

lunes, 12 de septiembre de 2011

El jengibre y las naranjas de Matisse III

 En agosto, los adoradores del rey del pop celebran el aniversario de su muerte. Y, entre otras cosas, leo en la prensa algo curioso: la última novia de Elvis se llamaba Jengibre, un nombre sonoro y agridulce, tal vez una especie de reconstituyente para un rey en horas bajas. Para alguien que estaba a punto de desmoronarse, pero también de alcanzar la gloria perpetua del mito tras esa muerte con la que culminaban sus excesos y su proceso de autodestrucción.






En la búsqueda del placer, a menudo sucumbimos ante la ansiedad por hallarlo, la sensación de plenitud es desplazada por el sentimiento de culpa, y la culpa nos despeña hacia un tedio espeso en el que comer de forma compulsiva es una escapatoria engañosa y atractiva. Una fugaz escapatoria para ese alma encerrada en un cuerpo con un estómago grande y voraz.
Los sentidos, embotados, se cierran como las hojas de las plantas carnívoras en busca de una presa con la que satisfacer su voracidad. El glotón, a menudo, es incapaz de elegir, porque su percepción del vacío siempre va más allá de los esporádicos pinchazos en la boca del estómago. Y es que el vacío no está en el fondo del plato que acaba de devorar, sino en el plato mismo, con su irresitible atracción fatal. Atracción, atracón y atragantamiento comparten lexema.

Matisse pintaba, entre otras cosas, naranjas. Con pinceladas fibrosas y cítricas, como la pulpa, espesas y granulosas, como la cáscara, o como la tierra volcánica. Aparentemente toscas, infantiles, desapegadas. Naranjas sobre un tapete con arabescos, que abren insospechados caminos a la imaginación, al color anaranjado del mundo árabe, a la dulzura de un sol que se filtra a través de cortinajes y de velos.
Caravaggio pintó el primer bodegón del que se tiene noticia. Pintó unas uvas que parecen a punto de saltar de la cesta, vivas, cristalinas e inquietas como ojos de garza. Unas uvas que saboreamos, que partimos con los dientes y cuyos sollejos y pepitas  mantenemos perplejos en nuestras bocas, que tragamos al menor descuido, como quien come y se adueña de un secreto nutritivo y exquisito, y lo incorpora para siempre a su persona






















viernes, 9 de septiembre de 2011

"El jengibre y las naranjas de Matisse II

Los pósters son un "invento" actual creado para atraer la atención de un potencial cliente. Nada nuevo bajo el sol. El exhibicionismo y la comida siempre fueron de la mano; pero si lo que buscamos es arte culinario, además de visitar uno de esos magníficos restaurantes en los que sirven "platos de autor", o en los que los chefs más exigentes se inspiran en famosos bodegones para prepararlos, podemos echar una ojeada a las magníficas pinturas que tienen como tema central los alimentos, alguna de las cuales despiertan en mí esa alegría ingenua de lo transparente. Cuando miro esas esferas lustrosas y llenas de vitalidad  creo escuchar los ecos de las voces de Clarice Lispector cuando, ante las jatibucas que hacían cloc-cloc-cloc no sabía si tragar los corozos y entonces imaginaba que Ulises, el perro, le respondía: "Mangia, bella, que ti fa bene". Los bodegones comenzaron a pintarse en el siglo XVII, en Amsterdam. Adornaban las paredes, y la gente los contemplaba, imagino, con un interés que iba más allá de lo estético, puesto que la fruta no circulaba con facilidad por las mesas. Caravaggio fue un pionero, colocando en una cesta una fruta que, de tan agreste y tan sana, parece al alcance de la mano. Rembrandt, y Monet, y Picasso, y Mattisse, y tantos otros pintores plasmaron en el lienzo, además de la belleza, la opulencia y una esperanza virgen en el contacto con la tierra , el cielo y el mar
Porque la comida es uno de esos placeres en los que participan todos los sentidos. Por eso, a veces creo que la antítesis de los McDonald's no son los restaurantes de alta cocina, sino los "woks". Supongo que exagero, pero lo cierto es que esos espacios, por lo general amplios, tienen un aire a la vez solemne, pródigo y kistch. La abundancia, que suele ser circunstancial, parece allí permanente, como si se tratara de una versión moderna del bíblico maná; los manjares consumidos se restituyen casi de inmediato, con una discreción admirable. Los camareros sirven las bebidas pero no preguntan, los dueños cobran y dan las gracias con humildad y una sonrisa que parece franca y agradecida.
La vida es bella cuando los dones se ofrecen con esplendidez, con la armonía de los volúmenes y la exuberancia de las formas, el colorido de las frutas y verduras, la crudeza y la sofisticación del mar, la generosidad de la tierra caliente, de las raíces prolíficas, de los tallos y hojas por los que circula la savia.
Con la comida no sólo incorporamos los nutrientes necesarios para sobrevivir, sino también la fuerza y el valor, la energía de esa luz transmutada en alimento. Para pedir, abrimos la boca y, en este sencillo, casi pueril gesto, exorcizamos el hambre, exigimos, si es necesario, para que el hambre no nos aniquile. Abrir la boca es permitir que algo más sólido y nutricio que el aire entre en nuestros cuerpos. Nuestros músculos, quién sabe si también nuestros pensamientos, están hechos de la misma sustancia de lo que consumimos y/o nos consume. A veces incomoda pensar que las fibras sangrantes del cordero, o del cerdo o del pollo forman ya parte de nuestras propias fibras. Y que, incluso si eres vegetariano y sólo tomas soja o proteína vegetal, tus genes conservan la memoria ancestral y primitiva de la caza y la pesca, de cuando matar, como comer, era imprescindible para seguir viviendo.

El jengibre y las naranjas de Matisse

,,,"Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado a otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua- palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el su cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo"....
"La cena"- LAZOS DE FAMILIA (CLARICE LISPECTOR)

El chico del póster publicitario de McDonald's que tengo ante mis ojos llama mi atención por varios motivos: es un chico delgado, de aspecto pulido, tez pálida y párpados algo caídos. Parece un graduado universitario de Harvard, o un joven ejecutivo espiritual y moderno que acaba de salir de una clase de  feng-shui. Su mirada y su compostura transmiten orgullo y talento; hay una paz y una languidez voluptuosa en sus rubias pestañas y sus pálidos ojos azules.  Pero, ¡ay!, parece una persona sin apetito, alguien que permanecería impasible ante un bigMac, alguien por cuyas venas no corre la sangre caliente y violenta del carnívoro, que mastica lenta, reflexivamente y traga luego con plena conciencia. Su sonrisa me parece a veces seductura y a veces ingenua. Sus pequeños dientes blancos y bien alineados están secos, sin rastro de saliva, pese al coloreado McWropper que  sostienen sus manos finas y blancas. El atractivo "ramillete" se compone de un pan de pita con forma cónica, alargado y brillante como un búcaro flexible del que sobresalen unas rodajas de tomate que en la distancia pueden ser confundidas con rojos pétalos de rosas, palitos de merluza místicos como los lirios blancos, y unas boyantes hojas de lechuga que conservan su lozanía pese a las embestidas clamorosas del sol en los anaranjados días de verano.
Dejo al muchacho del póster porque no va a darme más información acerca de su persona, sus habilidades, sus verdaderos gustos o su verdadera naturaleza. Es alguien que "pasaba por ahí" y, de paso, posó para un anuncio. Pero creo que no tomaré un McWropper para cenar.


sábado, 3 de septiembre de 2011

Esto no es una road movie, IV

Una pátina de azufre se extiende por los campos y los montes yermos; los páramos inertes expanden el profundo grito de un corazón desolado; los ladridos estereofónicos que adivino en la jauría de perros que asaltan el horizonte deja un eco seco y feo como una herida emponzoñada. Y entonces, sin tener apenas tiempo de reponerme, veo una gran mariposa amarilla con las alas extendidas que señala una moderna posada con el menú frugal y barato del viajero. El meridiano de Greenwich es un arco de cristal opaco y cemento, un puente semicircular colocado a modo de diadema sobre la tierra. 
Caspe, Sariñena, cables de la luz con crespones negros para que los pájaros desistan de su vocación contemplativa y mortífera. Los pequeños pájaros que nos guían durante el viaje, con sus siluetas leves y sus alas al viento. 
¡Oh, prodigio!, de pronto diviso tres camellos, tres ejemplares del desierto encerrados en un cercado junto a una manada de caballos y de asnos, al borde de una carretera secundaria, a pocos kilómetros de Fraga y de un río cristalino. Creo que todo es fruto de un espejismo, de la velocidad y el deslumbramiento. Camellos en Fraga, sin duda es un asunto frívolo y serio a un tiempo; puede que sea el símbolo de algo más grande y más profundo, algo que tiene que ver con el enigma del viaje y las puertas que se abren para mostrar aquello que estaba oculto. No sé, tal vez es la libertad de corre libre, con una ligereza extasiada.

Llueve sobre los cristales, y nuestro corazón se ablanda, se expande, como si sus células se multiplicaran hasta inundar todo el cuerpo como un río que experimenta una crecida.

Esto no es una road movie, III

La naturaleza imita el alma humana. ¿O es el alma humana el que imita a la naturaleza?, pienso mientras los neumáticos Good Year nos elevan sobre el asfalto, áspero a la vista, tan áspero como esa piel de toro por la que avanzamos. El trayecto se traduce en avance, vamos a la busca de algo nuevo, algo que nos brinde una oportunidad de renovación. El territorio conquistado queda a nuestra espalda, pero el esplendor de la yerba, el brillo de los lejanos tejados, las fugaces imágenes de una tierra que parece ceder a nuestro paso, propicia la continuidad, la unión y la transformación a través de la belleza, a través de aquello que alimenta y refuerza el júbilo de vivir. Los ingenuos girasoles adoradores del sol aparecen ante mis ojos en todo su esplendor, pero el grito que lánguidamente transmiten es el de aquel que implora la lluvia. Y mientras los girasoles se despiden con sus cabezotas amarillas, diviso un coche con caravana- la intimidad rematada con hermosas puntillas que recrean una vegetación humilde.
La esencia mora de algunos pueblos de Lleida- Alfarrás, Almacelles- despierta ecos de un silencio sagrado, de fuentes rumorosas y patios espléndidos, de la calidez del mudéjar y la dulzura de Medina Azahara. La velocidad lleva consigo el vértigo de la disolución. Nos apretamos contra nuestros cómodos asientos, nos abrochamos los cinturones y nos sentimos más pequeños frente a la grandeza que nos rodea; nuestra vista prende en la rama más cercana de los árboles que festonean el arcén, o del cerro en el que brillan, tenaces, los últimos rayos del sol, en una diminuta casa abandonada, en un solitario caballo relinchando con la cara al viento. El vértigo de no tocar tierra. Y entonces, el coche se convierte en nuestro hogar provisional, en la matriz que nos protege de las inclemencias y nos traslada mientras, ovillados y confusos, evolucionamos hacia un estado diferente, hacia un ánimo que queda indefectiblemente marcado por el paisaje y la climatología.


La montaña horadada abre su gran boca y engulle el sedán, que se desliza por su negra garganta de rocas y raíces profundas como una tumba.

Esto no es una road movie, II

No importa el final, el viaje es lo que importa. Esto no es una road movie, y los moteles de carretera se parecen poco a los que dieron cobijo al melancólico protagonista de París-Texas, o a las inseparables Thelma y Louisse, los ice-cream son de Frigo, en las gasolineras se puede comprar todavía a Camela o El Fary. Pero las moscas del verano son las mismas, los deseos son los mismos, la búsqueda inquieta de los cuerpos y las almas son los mismos. Un sauce llorón asoma su testa frondosa y exhausta tras la valla gris de la autovía. Los turons de Collbató se alzan rugosos como los rostros centenarios de seres convertidos en piedra, mudos e inertes, víctimas de un encantamiento. Las cuevas del Salnitre, fuerzas telúricas, magnetismo, conchas y moluscos, estalactitas y estalagmitas, y el legado de un mar cámbrico, de un periodo anterior a la convulsión.
Las aspas gigantescas de los molinos, con su perfecta verticalidad y tecnología alemana, baten el aire como si fuera nata, mientras sus brazos potentes dispersan zumbidos de látigo de cuero. Cuando se alejan, sus siluetas marcadas en la distancia semejan muchachas haciendo gimnasia rítmica, custodiadas por una media luna colgada del cielo que parece espuma de mar cuajada. Leonard Cohen canta "In the future", en el CD, con su voz ronca y sensual. Abro una ventana, y un trozo de verano se cuela de inmediato, un olor a neumático quemado y  a cerdos transportados en jaulas en  un enorme camión que tiembla en las curvas y agita a los animales en un brusco giro de náusea. Un pequeño pueblo pende como una gargantilla en el pico de una loma, sus casitas blancas brillando como perlas en un pecho que suspira, que ama, que suspira, que ama. La carretera se extiende con sus rectas y curvas, con sus montículos y sus llanuras, con sus trayectos difíciles o sencillos, como la vida misma. Les Borges Blanques, Mollerussa. El viaje es lo que importa.

Esto no es una road movie

El sol curte con sus rayos insidiosos la piel de toro, las sienes palpitan con la presión de una atmósfera pesada y densa. Es agosto, y posiblemente sea el día más cálido del año. El suelo parece estrecharse, tensarse como un arcaj, y nuestros cuerpos se nos antojan flechas que saldrán disparadas al vacío de la tarde de verano. Nuestro corazón es un puño que golpea en el pecho a destiempo. Y entonces, extenuados pero cargados de ilusiones, iniciamos nuestro viaje.
El paisaje se extiende ante mis ojos provocando esa borrachera de verdes que deja mi cerebro en punto muerto, vencido por la belleza que se desplaza ante mis ojos como una postal viva. Montañas azules, metáfora lejana y palpable de la soledad, naves industriales que miran con sus múltiples ojos facetados, hoteles con nombres exóticos, de severas fachadas cuadradas y promisorias, la discoteca Bluemoon, plateada como una noche metálica, antenas de radio, fábricas cuyas chimeneas escupen al cielo salivas asperjadas y gases lacrimógenos.... Desde la distancia, Montserrat es una gran boca de tiburón con innumerables dientes de granito. Treinta y nueve grados, cuarenta, marcan los termómetros-led de la carretera. El aire acondicionado me envuelve en una fresca atmósfera, en un microclima inducido, pero la realidad está ahí fuera, y el sol, con sus dientes amarillos deja gotas de sangre reseca a este lado del Estrecho, tras su periplo por África. A la izquierda, de nuevo una fábrica, inmóvil como un animal agonizante, un mastodonte con el costado envuelto en sus propias tripas supurando mierda.