domingo, 20 de noviembre de 2011

De mayor, quiero ser rockera, parte I

"No me importa cumplir años, con tal de que los demás también los cumplan".
Esta frase, pronunciada por mi amiga Luisa, era el guiño cómplice de una persona coqueta, pero también realista. Sus palabras me hicieron reflexionar, renunciar a las argucias que había inventado hasta entonces para eludir algunas preguntas incómodas : ¿Es realmente tan importante la edad y, en caso de que así sea, es tan importante que los demás la sepan? Porque actualmente, cuando la esperanza de vida es más alta que nunca, los cánones de belleza y frescura son también más altos que nunca, y se juzga sin piedad  por las apariencias, con ese fanatismo que propicia actitudes extravagantes o incluso arriesgadas en su afán por encontrar la fuente de la eterna juventud. "Tener una edad" produce cierta desolación en el que la tiene y cierta prevención en el que aún no la ha alcanzado. Tener una edad es, por ejemplo, encogerse, ver cómo la piel se endurece y el alma sigue intacta, sin caber del todo en ese cuerpo que arrastra la casa a cuestas como una tortuga. Es, en ocasiones, una encarnación involuntaria en un ser marcado por la biología, los boleros y las canciones nostálgicas en general.
A veces tengo la sensación de que, más que cumplir años, cumplimos una condena de la que el tiempo no va a liberarnos, sino todo lo contrario; una condena al final de la cual nos espera, como una cancerbera implacable, la enfermedad, la muerte, en definitiva, el final de un proyecto de vida.  
Luisa, que regenta el establecimiento de cuidado y belleza de uñas "Perfect Nails", tiene mucho tiempo para pensar debido a la crisis, la competencia china y la caída de turistas y uñas. "Siempre he sido una persona fuerte. Tal vez algo frívola, no lo niego. Pero nunca me había sentido tan mal como el día de mi último cumpleaños", me dijo mientras ponía delante de mis manos el recipiente con agua templada y me invitaba a introducir las yemas de los dedos para reblandecer las cutículas. "Mujer, qué cosas tienes. Estamos en lo mejor de la vida", la consolé como pude, sintiendo al mismo tiempo la falsedad de mis palabras. Mientras le hablaba, me parecía estar oyendo como un eco incómodo, la voz de mi propia madre, apoyándose en una muleta y guardando en su bolso la agenda que siempre lleva consigo, y que es la muleta de su precaria memoria. Mi madre mantiene largas y fantasiosas conversaciones telefónicas en las que predominan las excursiones en autobús y los nuevos novios, mientras se prepara para asistir al próximo baile tapando con precaución el ajado escote con un collar de piedras falsas.

Lo sé, estoy cayendo en un mar de amargura y vejez anticipada. Pero es que, en esta era narcisista y deslumbrada en la que se sacrifica el talento, la experiencia y la profundidad y se apuesta tantas veces por lo novedoso, lo vulgar, lo superficial y rutilante, hacerse viejo es un drama, un drama al que los jóvenes asisten como espectadores y los viejos como actores mudos o a punto de enmudecer por la frustración y el desamparo. En la madurez se conserva intacta la capacidad de amar, pero las oportunidades van menguando y la implacable ley vital, con su nefasta sensatez, se traduce en una frenética carrera de relevos, confundiendo cuerpos cansados con almas rendidas.
Desde que cumplió los cuarenta y ocho años, mi amiga descubre conspiraciones a todas horas. Pero sale airosa de ellas - aparentemente- a base de tratamientos faciales, ropa juvenil y actividad física al borde de la extenuación. Trata de conservar la juventud, con su pureza e integridad a toda costa, mientras sospecha o intuye que ambas quedaron atrás, en uno de esos días en los que te levantas y compruebas, con vértigo, que te falta el impulso vital para salir a la mañana y transitar con la alegría de siempre por las viejas calles cuyas cuestas subías sin dificultad. Que compruebas que eres demasiado joven para morir y demasiado vieja para empezar a vivir de nuevo, que ayer fue ayer, como una línea divisoria clara y cortante, y que nunca hasta entonces habías pensado en eso.
Mientras lima mis uñas con esmero, arrastra y corta la cutícula muerta, Luisa vuelve a la carga: "Nunca confieses tu edad a alguien que no te conoce bien. Te incluirá en una lista de lugares comunes, y ya no podrás salir de ella".
El jueves pasado quedamos para ir al cine.  Se arregló como si fuéramos a una fiesta de disfraces.
-Empiezo a ser invisible para los demás, sobre todo para los hombres- dice, abrumada.
La entiendo perfectamente. Cuando una persona "se vuelve" invisible para los demás, su autoestima se resiente, nota que se está ejerciendo con ella una violencia sutil pero no por ello menos dañina: la violencia de negarla. Y ante este peligro, Luisa reacciona con perfumes intensos, colores de ropa intensos, suspiros intensos.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte II

Cuando salimos del teatro, mi hermano me preguntó:
-¿A tí cómo te va?
- Bien- le mentí, con la mejor de las intenciones.
Él me miró preocupado. Ser sincera con alguien que te conoce tan bien es difícil. Sin embargo, me he dado cuenta de que la sinceridad a veces no tiene tanta importancia como la coherencia. Y yo era coherente con el papel que desempeñaba en mi familia. Soy la primogénita, la más fuerte, la primera que salía de casa para ir al colegio, la que apenas se lesiona. Si aplicaba la coherencia a mi vida, tarde o temprano regresaría a mi estatus privilegiado.
El azar y la herencia genética son los Reyes Magos que reparten dones. Pero, para que circulen como moneda de cambio, deben ir acompañados del estímulo. Y al estímulo le corresponde cierta osadía, aunque sea la osadía de los tímidos, como es el caso de mi hermano.  Claro que él juega con ventaja: tiene, además, la lucidez de la intuición. Así cualquiera.
Siempre he sentido por mi hermano un gran afecto y también un poquito de envidia. El pequeño truhán, con sus caídas y su carita de ángel llamaba la atención de mis padres. Era considerado, era amable y, lo que es peor, parecía un animalito desvalido.
La envidia es un tapón que enturbia o paraliza la corriente de afectos.Pero cuando la soledad y la distancia duelen, cuando uno es capaz de superar los obstáculos con que nos asedia el amor propio, entonces la envidia se diluye como la sal en agua caliente.
Hablamos de mil y una cosas mientras cenamos. Hablamos de la época en la que le gustaban las películas de catástrofes. Catástrofes aéreas- Aeropuerto-, de amenazas nucleares- no recuerdo ninguna en este momento- de amenazas extraterrestres- Mars Attac-o marinas- Abiss- o de virus mutantes- Ébola-Mientras recuerda su antigua afición, sonríe con nostalgia:
- Cuánto tiempo ha pasado desde entonces- Dos arrugas, finas y verticales se dibujan en su entrecejo-Aún no conocía a Pina Bausch, ni había actuado en la Ópera de París, pero ¡Cómo me gustaban aquellas películas! El héroe  pasaba mil fatigas hasta que triunfaba sobre la adverdiad- Tomó un sorbo de vino. Era un vino caro, francés, que pagaba él, como el resto de la cena- Por supuesto, me identificaba con el héroe- prosiguió-. El mundo podía caer hecho pedazos, pero el héroe nunca moría- Excepto James Dean, que no hacía películas de catástrofes, pero que me gusta más que ningún otro actor- Hizo una pausa, se mordió el labio superior tal como hacía de pequeño, poniendo cara de conejo- Creo que esas películas me adoctrinaban para el futuro- Me miró fijamente, como si estudiara mi reacción- La danza es antinatural, tan antinatural como las desgracias sin fin que le suceden al protagonista.
Iba a decirle algo, pero él me pidió que callara con un gesto de la mano, y luego añadió:
- La danza nos redime de la imposibilidad de volar, pues no poder volar es una verdadera tragedia. Yo vuelo a veces, siento que me libero del peso de la vida, siento que voy de vacío en vacío para llenarlo con mi cuerpo. Pero hay que pagar un alto peaje por ello- continuó- salen ampollas en los pies, padeces bursitis, fuerzas tu cuerpo hasta deformarlo... es lo que tiene traficar con los propios sueños- mojó los dedos en un lavamanos con gotas de limón y pétalos de rosa flotando en el agua-
Se levantó de la mesa para ir al lavabo y yo le seguí con la mirada. Había ganado autoestima, dinero y dinamismo, pero algo en él había muerto para dar paso a un hombre nuevo. No sabría decir de qué se trataba, pues es difícil calcular lo que se pierde en el camino hacia la gloria. Pero no importaba: me gustaba tal como era, me gustaba tal como fue.
Cuando me quedé sola me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa una agenda. Tal vez lo hiciera a propósito, para tentarme. El caso es que sentí curiosidad, y la curiosidad me volvió osada. Deseaba husmear en su intimidad, descubrir tal vez una zona oculta y emocionante que arrojara más luz sobre mi hermano y, cómo no, sobre el secreto de su éxito.

Lo que encontré fue una revelación para mí. En la primera página había una simple anotación escrita con rotring negro. Llevaba la fecha de ese mismo día, y tenía la letra menuda y redonda que yo conocía perfectamente. "La distancia no es el obstáculo. El obstáculo es la desidia", leí.
Sentí una alegría tan grande, tan inesperada, que golpeó mi corazón con fuerza y me impulsó a asirme de inmediato a esa cuerda, uno de cuyos extremos sujetaba con fuerza mi hermano. Saqué un bolígrafo del bolso y escribí debajo, con letra bien grande, para que no lo pasara por alto: "Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello, querido hermano".