viernes, 11 de octubre de 2019


Nocturno

La noche eleva sus murmullos
en oscuras capas
en cerraduras inviolables.
Está la ventana abierta
en el aire, los jazmines.
Los secretos del alma
se deslizan entre mis párpados
que tiemblan de sueño.
Comprendo y olvido
el libro de signos
anterior a la palabra.
La noche me ungió
para abandonarme en su silencio temible
líneas que trenzan cristales en la piel de la serpiente.
Estoy a merced de lo oscuro.
Cae como piedra la noche en mi corazón
llega hondo
el rojo disparo
de los cielos negros.
Amo la continuidad de las luces
que cuelgan como guirnaldas de la montaña
con sus casitas ahora dormidas
y el pudor de sus habitantes, que cierran gabinetes.
Noto en mi cuerpo el movimiento del agua.
El mar llega hasta mí con su lascivia
y turba mis sentidos como lengua violenta.


domingo, 6 de octubre de 2019



Desterrados

Buscando su pan y su arraigo,
huyendo de algo
que juega con ellos
como juega la luna con las mareas.
Ensayando una tregua
entre dos vidas,
caminando con la flor de la nostalgia
en sus pies sin bendecir,
cantando como la alondra
en el jardín abandonado.
Rezando su inútil plegaria
que sucumbe ante las leyes.                            
Sobrevolando miserias:
círculo sordo del vencejo
que se opone al remolino.


lunes, 30 de septiembre de 2019



Infancia
Mi infancia son horas,
días inmensos
de flores narcóticas en las paredes.
¿Qué blanco pájaro se posó en mi lengua
qué tristeza en mis lunas?
La visitación del ángel era incierta
y el barro en los zapatos, un mapa ciego
 en el vasto tejido de la tarde.
El viejo despertador rompía el silencio
y lo clavaba en mi pecho transparente de dolor.
Todo era ausencia o sobresalto
para mi corazón sin vacunar
Aprendía de las ventanas sucias
la gravedad de mi sexo denostado,
el fugaz resplandor, la caída
ante el consejo de ancianas
que marcaban con cruces de ceniza
a las que se entregaban en el pinar.
Yo esperaba la manzana primera
deseaba el mordisco
no la diadema de malvas, no los aros del sostén.  


sábado, 14 de septiembre de 2019


Tempus fugit

Estoy atada a la piedra de la razón. Sólo temporalmente me libero de su influjo y cruzo el umbral que me separa de una comprensión profunda. Mi alma se alegra con todo aquello que comprende de un modo alejado de lo racional, pues ésta es la manera en que su esencia se manifiesta.
Me muevo/nos movemos casi sin ser conscientes por el terreno de lo simbólico. El más perfecto encaje que pueda contener una palabra- ya sea boca, o dulzura, o noche -nos alcanza  a través de los sentidos, nos fecunda y nos sale por la piel o por la mirada. Hay violetas inaccesibles a  la mano del hombre, hay violetas que él no puede arrancar para que luzcan su delicada agonía, ni atarlas con la cuerda del deseo y la posesión. Hay nombres que no pueden  ser nombrados sin que se prostituyan.
Hoy es uno de esos días en los que me apetece pasar de puntillas por estos nombres que nos atañen de una manera insoslayable. La ocasión, la “prueba” llegó de parte de Lluc (tres años y medio) Hablamos de tiempo.
¿Cómo afrontar tamaña dificultad surgida de forma espontánea? Y es que la pregunta simple escondía otra de mayor envergadura:
-¿Cuándo llegan mis papis? Yo quiero que vengan ya el papá y la mamá.
(Estamos en septiembre, el verano hizo bien su trabajo: días largos, playa, juegos…y la presencia de ELLOS)
-¿Cuándo llegan los papás?
Ante la repetición de ese mantra le propuse: “Vamos a hacer una cosa: tú duermes la siesta y cuando despiertes, ya habrán llegado. El tiempo se hace muy corto cuando estás dormido”.
Lluc me miró sonriendo de oreja a oreja, como si hubiera pronunciado las palabras mágicas que le permitían hacer una transición fácil de la carencia a la plenitud.
“Tiempo más sueño igual a milagro”, debió pensar. Un verdadero prodigio.
Fue entonces cuando llegó la gran pregunta
-¿Qué es el tiempo?
La eterna pregunta, el  súmmum de la desesperación para cualquiera que intente responderla  de una manera más o menos convincente. La piedra en la que tropiezan por igual el filósofo y el hombre de campo.
Una debería ser honesta y reconocer que no está preparada para contestar esa pregunta. La honestidad debería dirigir las relaciones humanas, sobre todo en el tándem niño/adulto. Sin embargo, cómo resistirme a contestarla. Me pudo más el placer de la indagación, la idea de superar en ese test improvisado
-El tiempo es el que hace que cambies. Que ya no seas un bebé- le dije, consciente de que eso le iba a gustar, pues a todos los niños les gusta saber que han progresado- . Y el tiempo también hace crecer a los árboles, y…
-Yo quiero verlo- me interrumpió, decidido.
- No se puede ver- suspiré- el tiempo es algo que no se puede ver. A veces lo notamos,  y entonces nos atrapa, y a veces no lo notamos, pero también nos atrapa.  
En qué jardines me estaba metiendo, a ver cómo entraba en aquel campo de violetas sin perturbarlas.
-¿Por qué nos atrapa?- preguntó con verdadero interés.
Parecía entender que algo muy grande se jugaba cuando se mencionaba el término “atrapado”. Su admiración por los superhéroes tendría mucho que ver con ello. Esos personajes se afanaban en difíciles misiones de rescate de individuos atrapados por multitud de causas. Incluso lograban salvar la tierra atrapada por los malvados que campaban a sus anchas por su vasta superficie.   
-Mira, si te duermes, el tiempo pasará rápido- le recordé. 
Por suerte no tardó en dormirse, seguramente porque era su hora de siesta y no por mis dotes de convicción.
Cuando despertó, quise que tomara conciencia de lo que había ocurrido. Que supiera que se había obrado el milagro.
-¿Verdad que se te ha hecho corto?
Después de comprobar que su madre había llegado, se restregó los ojos para espantar los restos del sueño, y volvió a su antigua demanda
-Yo quiero ver al tiempo.
¿Cómo salir del bucle? ¿Cómo engañar al cíclope antes de que nos devore?  
A los pocos días se presentó la ocasión de ampliar un poco más aquel tema.
Los dos bajábamos las escaleras de su casa. Yo había olvidado una chaqueta y retrocedí para buscarla, pidiéndole que me esperara un momento, pues no había necesidad de que subiera todos los escalones.
Apenas tardé unos minutos en regresar
-Llevo esperándote una hora- dijo, impaciente.
Es una frase hecha, lo sé pero ¿Cómo aprende tan rápido a utilizarla en su particular contexto?
-Te atrapó el tiempo- le contesté, riendo.
No hacía falta explicarle que se le había disparado ese reloj interno que se vuelve loco con la espera y que también se agita y confunde cuando se acaba lo que nos produce una gran satisfacción. Creo que él ya sabía bastante sobre la percepción del tiempo.   

martes, 27 de agosto de 2019

alarmas

La alarma de las habitaciones de hospital se me antojan señales roncas de SOS de un barquito a la deriva. También me recuerdan a la sirena de los barcos en la noche cuando atraviesan el Canal de Súez y se adentran en el Mar Rojo. Lo importante de las alarmas es que se hacen dueñas del espacio y reverberan. El aire se carga de una inquietud que promueve un movimiento, una resolución a corto plazo. El hospital es una ciudad sedada, con alarmas que la despiertan y la zarandean con súbitos espasmos como electroshocks. Las ruedas de las camillas chirrían, y hay en su gemir un pesar de cuarentena, de campanilla de lazareto que se desplaza por los pasillos que huelen a alcohol y a espera. La sala de urgencias, las ambulancias que transportan heridos o enfermos críticos, el quirófano, el paritorio, tienen sus propias alarmas que se disparan en cualquier momento, y que nos hacen pensar que la vida es una pausa entre dos toques de queda. Que la muerte es una bomba de efecto retardado que en ocasiones avisa y en ocasiones se presenta como un golpe maestro de aire que cierra la puerta. El cuerpo humano dispone de diversos mecanismos que se encargan de llamar la atención en caso de que algo ponga en peligro su estabilidad. La fiebre es una alarma sibilina, subterránea. Es cardumen en la sangre que blanquea y seca los labios y que pone en la frente una cinta adhesiva. Hace del día noche y de la noche centro de sus desmanes. La fiebre es una flecha que dispara sin tino, que trata de derribar al elefante blanco recubierto de oro que se aleja levantando un reguero de polvo y sudor. La sangre es la más acerada, la que ensombrece los párpados y hace palidecer las mejillas con su rápido chorro. En su desbandada lame la piel, la envuelve en su traje viscoso como una serpiente roja que relampaguea. La tos nos recuerda que somos esclavos del oxígeno. Girasoles adorando a ese dios que nos ensancha el tórax y nos oxida sin piedad. El hombre moderno es capaz de desactivar alarmas y ganar batallas imprevistas. Pero ese pálpito morboso, esa desazón no le abandona del todo. “No me había pasado nunca, doctor. Este supurar, este sangrar, esta fiebre, este vómito, esta descompostura de cuerpo y alma. No sabía que había tanto rincón donde la enfermedad pudiera incubar sus huevos. Me siento como esas naves abandonadas en las que suena a veces una alarma, y se encienden luces que vacilan en la oscuridad de un polígono a las afueras. Y mi techo se cae a pedazos, y mis cimientos se descomponen”.

martes, 6 de agosto de 2019

Golondrinas y otros vuelos Estos días de calor y bravuconadas del estío me despierto con el mar en la ventana. Y con un cielo nítido que sobrevuelan golondrinas. En la distancia estas aves son puntos negros móviles que aparecen, se cruzan y descruzan y contrastan con el horizonte cuya línea imaginaria se mantiene intacta. Las golondrinas se han hecho un hueco en el pasillo exterior de la casa donde veraneo. Van y vienen a sus nidos con naturalidad, habitantes de rincones oscuros que llenan de pinaza y trinos. Ya quisiera para mí esa alegría de las sintierra, la viveza de su danza magnética por los cielos de Llança. También mis nietos revolotean, descubriendo un mundo y mostrando el suyo, con estribillos y risas que me llevan a su terreno, a su murga bendita y a sus globos, que son como golondrinas de colores tiradas por un hilo. Cuando un globo explota, se quedan con los ojos muy abiertos y un llanto de decepción por el final del prodigio. Lluc llama a los toboganes tobogantes, los increpa, los desafía trepando al revés por la pendiente, al grito de “No podrás conmigo, Tobogante”, como si fueran las aspas de su particular molino. Ya pasó el tiempo en que sólo le interesaba deslizarse, ahora se marca retos, y se toma muy en serio la conquista del aire aunque tenga que caer y levantarse unas cuantas veces. Blai llega con sus tintines y sus bolas de drac. Leer es una forma de volar. Nos despega del suelo y nos premia con la mirada del halcón, que sin perder el contacto con el aire, sabe también lo que esconde la retama. Se lanza en tirolina, sabiendo que la gravedad le hará descender hasta tocar tierra después de haber sentido brevemente la ligereza del cuerpo. María a menudo balbucea en un idioma que sólo entiende su hermano. Se une a nuestras conversaciones o bien tararea melodías cogidas al vuelo. Se entusiasma con una hoja de morera, repasa cada piedrecita que consigue y sobre todo, aprovecha cualquier superficie que sobresalga del suelo para saltar, ya sea un escalón, una colchoneta o una caja de cartón que resista su peso. Ese despegue, esa aspiración a las alturas me hace pensar en las golondrinas, que marcharán un día y volverán tal vez.

viernes, 31 de mayo de 2019




El cielo de las aves zancudas

El cielo de las aves zancudas es lejano.
Es un cielo que limita al norte con la estrella polar
tan pura en su esencia que el ave zancuda
tirita cuando la observa.
Ella roza el sur con alas de plumaje desastrado;
sus zancos patean el barro y las hojas
y es perfecta su carrera, y es precario su vuelo.
Somos aves zancudas,
somos Ícaro contemplando el cielo
como un abismo insondable.


domingo, 7 de abril de 2019




Ávila en la retina


Despedida y saludo. Partida y regreso. Tal es la vida, no necesariamente por este orden.
El viaje gira en torno a estas premisas.
La ilusión por la novedad  nos impulsa en busca de oportunidades o nuevas experiencias. También desearíamos repetir (como si eso fuera posible) los instantes de felicidad,  una emoción o un estado de ánimo particular, cuyo recuerdo permanece vivo.
 Los lugares (algunos) son los mismos, pero las personas ya no lo son. También nosotros hemos cambiado.  Estamos perplejos, no nos reconocemos, y vamos recogiendo pedacitos de vida en cada trayecto, sabiendo que en esta carrera no hay ganadores, sólo finalistas.
Viajo a Ávila a menudo, ya que es la tierra en la que nací y pasé mi niñez y primera juventud. Postergaba la crónica de estos viajes porque me costaba expresar en palabras todo lo que me transmite esta tierra.
Sin embargo,  la narradora que hay en mí se alzaba por encima de mis escrúpulos e impaciente, trazaba las líneas básicas que ahora transcribo para el blog de las viajeras y para todo aquel que desee asomarse a la ventana de la tarde y contemplar su majestuosidad.
Pues de eso trata este escrito.
Hay una foto que conservo, y de la cual quiero hablar. Este momento me buscaba.
La pátina del tiempo, la misma que nos perfila y nos transforma, cubría la estampa que la tarde brindaba y que disfrutaba mi retina en ese marzo soleado y seco del diecinueve. La Iglesia románica de san Pedro y su piedra rosada, el gran rosetón de su puerta occidental, aparecían tras la maraña vegetal que se adueñaba del primer plano. Esa construcción que llevaba en pie varios siglos, se iba conformando  como refugio o como visión casi espectral desde la luz temblorosa de los atardeceres vivos. Hay una capa dorada en los márgenes superiores del crepúsculo, que imprime un sello de irrealidad y que me transporta a una época de brillos que se imponen a las nubes y a las sombras de un tiempo que viví con la conciencia laxa de los primeros años. Esa estampa se amplía como el tronco del árbol en decenas de ramitas que forman caminos desiguales y que se elevan y se agitan en el aire como venas firmes que proclaman su valor en el transcurso de una vida.
Caminos que transitaron también las Angelines y las Sonsoles, los Javieres y los Tomases, que comen pipas de girasol bajo los soportales del Mercado Grande y que se citan para el día siguiente en el Teodorillo, un bar que ya no existe pero que conformó un camino de amistad y de peregrinaje estudiantil. Veo  después a aquella compañera de la Milagrosa con la que compartí recreos y algún castigo. Creo que ella también me reconoce, y que prefiere callar, como si hablar en ese momento fuera dar un salto en el vacío, asumir que ahora somos extrañas, y sobre todo, que algo muy nuestro quedó atrapado en un tiempo y en un lugar que ya no nos pertenece.    
A medida que anochece, la luz del sol pierde brillo, y los últimos rayos se posan en el hombre solitario que viste un abrigo loden. El abrigo y él han enraizado en la tierra, y no pasará mucho tiempo sin que ésta lo reclame. El hombre es sobrio y elegante, es noble y algo triste. Quisiera ser cristal, y casi lo consigue. Veo sus pulmones resoplando en su pecho con arabescos rojos que se contraen y se expanden con un impulso irrefrenable. De pronto, su transparencia hiere, su transparencia me resulta familiar e insufrible. Finalmente, el hombre se convierte en piedra labrada que cuenta sus silencios a todo aquel que sepa mirar más allá de los signos aprendidos.
¿Por qué será que la piedra siempre me impacta?
Debo tener cuidado: un agujero negro se ha tragado ya décadas, mis primeros tejanos y la tersura de mi frente. Se ha llevado a algunas Angelines y a algunos Tomases. Tengo fe, no obstante,  y aunque no sepa decir cuál es su génesis, sé que adquiere la delicadeza del agua cuando más se necesita, y esto me basta.  Como le ocurre tal vez a la mujer que se apresura a asistir a misa de siete, y deja las bolsas en la tienda de golosinas y frutos secos, frente a la librería Medrano, donde compré  libros de Delibes y los Campos de Castilla de Machado.
Ya casi no sé rezar, me olvido a menudo de dar las gracias incluso en esta ciudad de iglesias, sinagogas y de cementerios musulmanes.
“¿Irás mañana al Teodorillo?”, me preguntan. No puedo distinguir la cara de esa persona, pues  se ha perdido en la noche y se confunde con la estatua de La Santa, la que presidía la plaza en aquellos años. Y en cuanto a su voz, tampoco la reconozco. Mi oído no ha alcanzado la excelencia auditiva de Elena,  la cieguecita amiga de mi tía Natalia, quien le ofrece el brazo y le hace de lazarillo. Quién sabe de qué irán hablando; soy demasiado pequeña para comprender del todo su conversación, pero me siento bien entre adultos, recojo pequeñas chispas de sabiduría y dejo que me abonen.
Esa tarde, Elena ha vendido sus cupones y está feliz por saber que los números ya están repartidos y que ella se limitó a cobrar unas pesetas para que la gente cumpla su fantasía de jugar con el destino.  







domingo, 13 de enero de 2019



Anunciación


Cuando todo se hace difícil

debes insistir, programar tu vuelo

como si nunca hubieras caído
                                            y el aire fuera un cortejo de palomas.

Y aunque tu palabra lleve

la sombra añil de la voz estrangulada

encontrarás la señal, el gesto necesario

el calor que permita a tu sangre
                                             alzarse en marea.
El corazón tendrá su sagrario

y su luz dorada, porque es más fuerte

quien tras la herida o el error

supo tejer otro vestido, otro fulgor

                                              para la piel y la victoria.