jueves, 17 de octubre de 2013

Contando.

Siempre fui aficionada a contar cuentos, pero en los últimos tiempos se me pasan las horas contando monedas. Y no es avaricia, os lo aseguro. Tampoco es un hecho extraordinario: soy una más entre los hombres y mujeres de este país obligados a meterse a fondo en los presupuestos generales de su propio y pequeño estado, que ve mermados sus caudales día tras día.
Entre las cifras y las letras, siempre preferí las letras, aunque eso de contar viene de lejos. De pequeña solía contar los guisantes del plato apartándolos con un tenedor, uno a uno, formando pequeños montones que luego deshacía de forma resignada y obediente, triturándolos entre mis dientes mientras me acostumbraba a aquel sabor a verdura dulce y escurridiza.
Ahora no cuento guisantes, sino monedas, incluidas las esmirriadas, antipáticas monedas que apenas son un poco más grandes que una uña.
"Son fabas contadas", es un dicho catalán, un axioma que hace relación a algo escaso y claro. Si tienes un puñado pequeño de habas, no puedes hacer mucha comida. La lógica es aplastante, y creo que se puede aplicar a lo que está ocurriendo en este preciso instante.
¿Qué ocurre con la economía, la doméstica y la "otra"? Esa voz resignada y sabia te dará la respuesta:
"Son fabas contadas". En varios sentidos son fabas contadas. Pero son mis fabas. El dinero no se evapora, por más que a veces parece tener esa cualidad fatalmente mágica, inexplicable. El dinero que yo pierdo no se evapora con la facilidad con que lo hacen mis-tus sueños de confort y justicia. Mi dinero es robado con descaro por infames cuyo rostro conozco y por otros tan infames como ellos que se esconden en los consejos de administración y en los bancales donde crecen guisantes con la cara de un rey la cruz de un obrero.
Son hermosos los guisantes, planos y con manchas que recuerdan las del test proyectivo de Rorschach, aunque éstas son asimétricas. Manchas que dibujan el mapa precipitado de Europa en garabato junto a una cifra que deprecia la confianza en esos contables con carrera, poros y narices abiertas para detectar el olor a oro, a cobre, a miedo, a calcetines, a baldosas.
Y nosotros, guisantes escurridizos y dulzones, vamos formando rimeros, agrupaditos en un rincón del plato, cocidos y encogidos y mirando el tenedor con los ojos secos y aterrorizados.
Y es que nadie está a salvo de la gula de los contables.