Mirando
lejos el corazón se alegra
He
caminado aturdida por las calles de mi ciudad.
Con
emoción violenta contemplaba
la
obra del hombre, sus murallas y sus mercados
cerrándose
en torno a mí en parpadeo fanático.
Soy
arcilla roja que se petrifica
en
los cajeros donde pernoctan los pobres solemnes.
Me
hieren el rostro todas las heridas
huérfanas
de discurso.
Todos
los tubos de escape tapan mi rostro
me
otorgan un número de serie,
un
quebrado en los balances de la economía global.
¡Ay!,
esos coágulos de sangre siempre a punto
de
romperme el corazón
de
cegarme con una soledad múltiplo de cien.
Contemplo
la ciudad a lo lejos.
La
ciudad se ha blindado,
la
ciudad vive en una campana
cuya
resonancia trastorna a sus habitantes.
Estoy
en lo alto, desnuda como el pájaro
que
se enfrenta al remolino. En lo alto
donde
el aire escuece,
donde
todo es inestable
y
el vértigo castiga como un maestro
que
descubre el placer del tormento.
Estoy
amando esta madeja del alma
las
puras contradicciones
que
me persiguen como el cerdo a la trufa.
Amando
las rocas que crían bajo sus faldas
animalitos
ciegos.
Amando
al lagarto embelesado
y
a mi propia bilis.
Amando
a las águilas que renuncian a sus sueños imperiales.
Amando
los caminos que danzan en la niebla
y
sugieren un encuentro secreto
un
desafío.
Amando
mis zonas erráticas,
mis
fuentes.
Amando
como nunca a Blake
Y
a Silvia Plath, que se iluminaba como una bombilla.
Envidio
a los seres alados
cuanto
más desfallece mi carne más los envidio.
En
la montaña, soy el extranjero
que
se toma licencias por ser extranjero.
penetro
en su silencio fecundo;
su
veta de gracia entre el granito y la nube cercana
se
eleva como el incienso de rosa amarilla
que
elimina las penas y los recuerdos tristes.
Gravito
bajo la fuerza del fuego y la piedra
Y
caigo rendida al sortilegio de Tomas Mann,
que
escribió para la eternidad desde lo alto de una montaña.
Ya
en la cima, soy el roble que resistió el fuego y el hacha.
Mirando
lejos mi corazón se alegra.