La esfera del reloj se abombaba. Una mezcolanza de aromas lo
envolvía en el brumoso paraje de los sueños mientras sonaban los acordes del
“Benedictus”, de la “Misa in angustiis” de Haydn en los auriculares que su
padre llevaba en las orejas.
- ¿Te vas a morir ya?- le preguntó Augusto con una mezcla
de terror y alegría.
- Cuando yo me muera, me moriré para toda la vida- le dijo
su padre, acariciándole de nuevo la cabeza y borrándose de su sueño.
Así fue como despertó. Despidiéndose poco a poco de aquellos
deliciosos monstruos que escenificaban su tragedia y sus cuitas como púgiles en
un cuadrilátero que se desmantela poco a poco, dejando un rastro seco y espeso en
la lengua, mientras los primeros rayos del sol invaden la habitación y se funden
en los párpados pesados.
De ese sueño, como de la mayoría de los sueños quedaba muy
poco, pues una buena parte había sido rastrillada eficazmente hacia el oscuro
rincón del olvido. Y ahora sólo le quedaba, fresca e inestable como un flan de
gelatina, la imagen de aquel niño que esperaba con paciencia la claudicación,
el descuido o la muerte del padre para robarle su hermoso reloj de pulsera, y
detalles en apariencia banales pero cargados de significado, como los zapatos
lustrosos, que brillaban con el fulgor repentino de los petardos de la víspera
de San Juan, y el olor del prostíbulo en su ropa, y ese gesto familiar y tantas
veces repetido de rascarse el dorso de las manos.