sábado, 3 de septiembre de 2011

Esto no es una road movie, IV

Una pátina de azufre se extiende por los campos y los montes yermos; los páramos inertes expanden el profundo grito de un corazón desolado; los ladridos estereofónicos que adivino en la jauría de perros que asaltan el horizonte deja un eco seco y feo como una herida emponzoñada. Y entonces, sin tener apenas tiempo de reponerme, veo una gran mariposa amarilla con las alas extendidas que señala una moderna posada con el menú frugal y barato del viajero. El meridiano de Greenwich es un arco de cristal opaco y cemento, un puente semicircular colocado a modo de diadema sobre la tierra. 
Caspe, Sariñena, cables de la luz con crespones negros para que los pájaros desistan de su vocación contemplativa y mortífera. Los pequeños pájaros que nos guían durante el viaje, con sus siluetas leves y sus alas al viento. 
¡Oh, prodigio!, de pronto diviso tres camellos, tres ejemplares del desierto encerrados en un cercado junto a una manada de caballos y de asnos, al borde de una carretera secundaria, a pocos kilómetros de Fraga y de un río cristalino. Creo que todo es fruto de un espejismo, de la velocidad y el deslumbramiento. Camellos en Fraga, sin duda es un asunto frívolo y serio a un tiempo; puede que sea el símbolo de algo más grande y más profundo, algo que tiene que ver con el enigma del viaje y las puertas que se abren para mostrar aquello que estaba oculto. No sé, tal vez es la libertad de corre libre, con una ligereza extasiada.

Llueve sobre los cristales, y nuestro corazón se ablanda, se expande, como si sus células se multiplicaran hasta inundar todo el cuerpo como un río que experimenta una crecida.

Esto no es una road movie, III

La naturaleza imita el alma humana. ¿O es el alma humana el que imita a la naturaleza?, pienso mientras los neumáticos Good Year nos elevan sobre el asfalto, áspero a la vista, tan áspero como esa piel de toro por la que avanzamos. El trayecto se traduce en avance, vamos a la busca de algo nuevo, algo que nos brinde una oportunidad de renovación. El territorio conquistado queda a nuestra espalda, pero el esplendor de la yerba, el brillo de los lejanos tejados, las fugaces imágenes de una tierra que parece ceder a nuestro paso, propicia la continuidad, la unión y la transformación a través de la belleza, a través de aquello que alimenta y refuerza el júbilo de vivir. Los ingenuos girasoles adoradores del sol aparecen ante mis ojos en todo su esplendor, pero el grito que lánguidamente transmiten es el de aquel que implora la lluvia. Y mientras los girasoles se despiden con sus cabezotas amarillas, diviso un coche con caravana- la intimidad rematada con hermosas puntillas que recrean una vegetación humilde.
La esencia mora de algunos pueblos de Lleida- Alfarrás, Almacelles- despierta ecos de un silencio sagrado, de fuentes rumorosas y patios espléndidos, de la calidez del mudéjar y la dulzura de Medina Azahara. La velocidad lleva consigo el vértigo de la disolución. Nos apretamos contra nuestros cómodos asientos, nos abrochamos los cinturones y nos sentimos más pequeños frente a la grandeza que nos rodea; nuestra vista prende en la rama más cercana de los árboles que festonean el arcén, o del cerro en el que brillan, tenaces, los últimos rayos del sol, en una diminuta casa abandonada, en un solitario caballo relinchando con la cara al viento. El vértigo de no tocar tierra. Y entonces, el coche se convierte en nuestro hogar provisional, en la matriz que nos protege de las inclemencias y nos traslada mientras, ovillados y confusos, evolucionamos hacia un estado diferente, hacia un ánimo que queda indefectiblemente marcado por el paisaje y la climatología.


La montaña horadada abre su gran boca y engulle el sedán, que se desliza por su negra garganta de rocas y raíces profundas como una tumba.

Esto no es una road movie, II

No importa el final, el viaje es lo que importa. Esto no es una road movie, y los moteles de carretera se parecen poco a los que dieron cobijo al melancólico protagonista de París-Texas, o a las inseparables Thelma y Louisse, los ice-cream son de Frigo, en las gasolineras se puede comprar todavía a Camela o El Fary. Pero las moscas del verano son las mismas, los deseos son los mismos, la búsqueda inquieta de los cuerpos y las almas son los mismos. Un sauce llorón asoma su testa frondosa y exhausta tras la valla gris de la autovía. Los turons de Collbató se alzan rugosos como los rostros centenarios de seres convertidos en piedra, mudos e inertes, víctimas de un encantamiento. Las cuevas del Salnitre, fuerzas telúricas, magnetismo, conchas y moluscos, estalactitas y estalagmitas, y el legado de un mar cámbrico, de un periodo anterior a la convulsión.
Las aspas gigantescas de los molinos, con su perfecta verticalidad y tecnología alemana, baten el aire como si fuera nata, mientras sus brazos potentes dispersan zumbidos de látigo de cuero. Cuando se alejan, sus siluetas marcadas en la distancia semejan muchachas haciendo gimnasia rítmica, custodiadas por una media luna colgada del cielo que parece espuma de mar cuajada. Leonard Cohen canta "In the future", en el CD, con su voz ronca y sensual. Abro una ventana, y un trozo de verano se cuela de inmediato, un olor a neumático quemado y  a cerdos transportados en jaulas en  un enorme camión que tiembla en las curvas y agita a los animales en un brusco giro de náusea. Un pequeño pueblo pende como una gargantilla en el pico de una loma, sus casitas blancas brillando como perlas en un pecho que suspira, que ama, que suspira, que ama. La carretera se extiende con sus rectas y curvas, con sus montículos y sus llanuras, con sus trayectos difíciles o sencillos, como la vida misma. Les Borges Blanques, Mollerussa. El viaje es lo que importa.

Esto no es una road movie

El sol curte con sus rayos insidiosos la piel de toro, las sienes palpitan con la presión de una atmósfera pesada y densa. Es agosto, y posiblemente sea el día más cálido del año. El suelo parece estrecharse, tensarse como un arcaj, y nuestros cuerpos se nos antojan flechas que saldrán disparadas al vacío de la tarde de verano. Nuestro corazón es un puño que golpea en el pecho a destiempo. Y entonces, extenuados pero cargados de ilusiones, iniciamos nuestro viaje.
El paisaje se extiende ante mis ojos provocando esa borrachera de verdes que deja mi cerebro en punto muerto, vencido por la belleza que se desplaza ante mis ojos como una postal viva. Montañas azules, metáfora lejana y palpable de la soledad, naves industriales que miran con sus múltiples ojos facetados, hoteles con nombres exóticos, de severas fachadas cuadradas y promisorias, la discoteca Bluemoon, plateada como una noche metálica, antenas de radio, fábricas cuyas chimeneas escupen al cielo salivas asperjadas y gases lacrimógenos.... Desde la distancia, Montserrat es una gran boca de tiburón con innumerables dientes de granito. Treinta y nueve grados, cuarenta, marcan los termómetros-led de la carretera. El aire acondicionado me envuelve en una fresca atmósfera, en un microclima inducido, pero la realidad está ahí fuera, y el sol, con sus dientes amarillos deja gotas de sangre reseca a este lado del Estrecho, tras su periplo por África. A la izquierda, de nuevo una fábrica, inmóvil como un animal agonizante, un mastodonte con el costado envuelto en sus propias tripas supurando mierda.