Un
hombre no es una isla
Vi a un hombre con la mirada brillante; no
sé si lloraba o reía,
era sombra y era carne su rostro,
andaba erguido como soldado que perdió su
petate
y partía con los pies descalzos, el
corazón al aire.
Seguía caminando como una gran tijera que
abría el horizonte
y me miraba a su vez,
con un amor furioso y una boca
entreabierta en la que podían rondar las moscas
o las flores, depende del momento,
enseñando sus encías y la nuez de su
cuello, que tragaba estrellas de barro
guirnaldas de amor y un llavero con
llaves y cruces.
El hombre en cuestión se alimentaba de
cerveza, de migajas de letras
de las cartas que forraban la mesa de su
banquete nocturno.
Sufría y se rompía en el potro del
silencio, en la cúspide de su Anapurna,
en el rocío flotante de sus sueños
o, escandaloso, cantaba himnos desde el
hígado regado con llamas
con prolongados ayes de Camarón, roca
viva.
Era espuma galante su verbo, mas no creía
en Dios,
sólo en caballos de pura raza árabe,
sólo en tormentas que transforman árboles
en mariposas de paja
en procesiones de cucarachas avanzando en
el crepúsculo.
Quién sabe lo que este hombre tejía en
horas muertas,
la sal que contenían su salero y su boca,
la luz distinta de su bosque
en estaciones de ruiseñores o de halcones.
El no sabía que yo no sabía
que cuanto más conozco a los hombres más los
amo
¿dónde está escrito que un hombre es una
certeza de sangre espesa
un camello de lomo hueco que cruza el
desierto sin saliva,
sin lágrimas, sin palmeras, con fiebre de
agua?