viernes, 29 de julio de 2011

Una belleza

"Lucrecia Neves no sería nunca bella. Pero tenía un excedente de belleza que no existe en las personas bonitas. Era áspera la cabellera donde reposaba el sombrero fantástico; y tantos lunares negros esparcidos por la luz de su piel le daban un tono externo que podía tocarse con los dedos. Sólo las cejas, rectas, ennoblecían el rostro, donde había algo vulgar como una señal casi invisible del futuro de su alma estrecha y profunda. Toda su naturaleza parecía no haberse revelado: tenía la costumbre de inclinarse para hablar con la gente con los ojos semicerrados; parecía entonces, como el mismo pueblo, animada por un acontecimiento que no se desencadenaba. La cara era inexpresiva a menos que un pensamiento la hiciese dudar. (Clarice Lispector, "La ciudad sitiada")
Hay tantas formas de belleza como miradas para apreciarlas, pues la belleza es una suma de cualidades, una nobleza que surge del alma para hacerse visible y, en ocasiones, transformar nuestra existencia.
Se llama Aurora, y nació ciega. Siempre llamó mi atención este capricho de los que le dieron el nombre. Sin embargo, no podría haberse llamado de otra manera. Sus ojos no podían expresarse con la rotundidad victoriosa de la luz, pero su rostro tenía ese aire familiar, esa sólida belleza conformada por una sensibilidad de eterna muchacha delicada. Sus manos aleteaban como frágiles alitas de ángel mientras nos dirigía en los ensayos previos de "Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores", probando voces para distribuir los personajes de forma perfecta, como todo lo que hacía. Y el grupo de niñas, dóciles e ilusionadas, con nuestras falditas de cuadros, nuestros calcetines de ganchillo, inspirándonos en ella para el papel principal, inspirándonos en nuestra particular Margarita Xirgu. 
Sí, la memoria es un solar inmenso y en permanente transformación. Las construcciones del pasado se derriban, se rehabilitan, se alzan, se intentan encajar como piezas del lego recuperadas de debajo del viejo sofá orejero que cobija sueños laboriosos y nuestras siestas efímeras. 
Y en mi memoria aparece Aurora en esos ensayos previos, con una lámpara de plexiglás al fondo, con su pelo cardado, su falda plisada, su camisa de seda con lunares hermosos, su pañuelo al cuello para proteger su garganta de docente, dispuesta a dar un pase brillante sobre nuestro pasado carpetovetónico, nuestros curas y monjitas, nuestras medallas de la Virgen Milagrosa. "Ea, vamos a bordar a Lorca", decía, resuelta, expresándose con su cuarto y mitad de sangre andaluza, de ese gracejo acumulado en décadas a través de la piel y los sentidos. Porque ella palpaba el mundo y lo sentía de forma rigurosa y genuina, como hacen los niños cuando se acercan a la boca los objetos.
Y antes de que su perfume Myrurgia y su presencia y su voz suaves se desvanezcan, antes de que las piezas del lego desaparezcan bajo los flecos del sofá orejero, quiero traerla a mi lado por un momento, cederle mi brazo para caminar juntas y evitar tropiezos, como hacíamos cuando yo era una niña y sólo conocía a Lorca a través de doña Rosita.
Puede que nunca le llegue esta crónica, que nadie le lea estas líneas, pero desearía que no acabara convirtiéndose en un personaje dramático, que envejeciera creyendo en el amor, y olvidándose de los amores tóxicos o desgraciados.
Si, como decía Carlotti, la belleza es la suma de las partes trabajadas juntas de tal modo que no se necesita añadir o alterar nada, entonces Aurora es bella, tan bella como aquellos seres que guían nuestras vidas, con las que compartimos días hacendosos y maravillosas noches de verano al amparo de unas estrellas que ella nunca vería, mientras me enseñaba a escuchar el profundo latir del universo.

miércoles, 27 de julio de 2011

El eco de la lluvia II

El timbre del teléfono suena rabioso e insistente. Son amigos, familiares que se quedaron atrapados en casa, en la oficina, en una tienda de informática, en la librería de la esquina. "Sólo necesitaba hablar con alguien. No puedo concentrarme con este maldito chaparrón", dice una voz espesa, al otro lado de la línea. Siento que estoy milagrosamente de pie, aunque mi cuerpo se mueve blando y manso, como si un dulce peso lo atravesara y una coraza de seda lo aislara del mundo, lo volviera hacia dentro, hacia ese rumor de la sangre tan parecido a la lluvia. Y el eco de la lluvia penetra en mi corazón, y la esperanza y el temor se alternan a medida que las calles se convierten en espontáneos arroyos y las aceras en lechos pantanosos.
Apenas hubo tiempo de recoger las mesas y las sillas de la cafetería donde unos minutos antes alborotaban inquietos un grupo de jóvenes, como pájaros que presagian la lluvia.
Centenares de ojos curiosos miran en este momento tras los visillos, tras las gotas que empañaron los vidrios, envueltos en el vaho, en el sudor pagano que desprende la casa en este julio inclemente escupido por el calendario, en este mes de rebajas y verbenas barridas de golpe por la fuerza imparable del agua, de coches que atracaron en el mar como modestas barcas sin patrón, de árboles adolescentes que sucumbieron al mortal abrazo del viento huracanado. La pantalla del televisor, más negra y muda que nunca, se convierte en un oscuro espejo que refleja el fugaz movimiento, los pasos adomercidos, las idas y venidas a la cocina, donde reina la madre entre cacerolas por fregar, platos y cubiertos sucios, donde la madre se cuece sin remedio entre los familiares aromas a canela, a café y a asado de pollo con cebolla mareada.
De pronto, todas las luces se apagan, en la ciudad se hace el silencio, interrumpido sólo por la incesante lluvia; el tráfico se ralentiza en las avenidas, en algunas calles apenas circulan sonámbulos vehículos que avanzan como tortugas, autobuses que recuerdan a los centenarios vapores caribeños que trasladan obispos a las lejanas y calurosas aldeas en los mágicos cuentos de García Márquez.


martes, 26 de julio de 2011

El eco de la lluvia

"Los relámpagos abriendo claros e iluminando durante un segundo el pelo empapado, las pupilas peligrosas de humillación. ¡Los equinos! Después los truenos retumbaban pacientes y cerraban la colina en la oscuridad. El rostro de Lucrecia Neves se esforzaba curioso más allá de su propia figura, escuchando. Pero sólo se oían las calles llenas de lluvia...
.... Una noticia, pensó con otras palabras, excediéndose en su nueva cólera y escuchando con esperanza; pero la noche, la noche rodeando la torre del reloj, era la respuesta."   Clarice Lispector, "Ciudad sitiada"

Tal vez sea el cielo plomizo de esta tarde inclemente. Tal vez sea el aguacero posterior, que barre las calles y arrastra como una música aturdidora los restos de la verbena del barrio, las bolsas de patatas vacías, los excrementos de perro y los sapos que croan anunciando el reino de Aquarius. Somos orejas intentando descifrar el eco envolvente de la lluvia, ojos dulces que miran desde la ventana, mientras las ambulancias gritan y los árboles se agachan como perros bebiendo de un cubo oxidado, mientras una paz extraña recorre las habitaciones y las agranda como templos húmedos en los que el silencio es tan grande que cala hasta los huesos. En los túneles del metro, la gente se agolpa, sudorosa, sintiéndose atrapada entre las ratas, entre seres ciegos que respiran barro, entre cuerpos blandos en busca de rincones, madrigueras y sustancias viscosas procedente de desagües. Lus ojos se interrogan en busca de una respuesta, las manos aletean buscando otras manos, mientras la lluvia golpea sobre sus cabezas y el vagón se aproxima, feo y veloz como un dinosaurio.