El
rostro de la verdad
Admiro
a los seguros, a los que no dudan, a los que exhiben verdades “como
puños”. Sin vacilar, sin cuestionarse hasta qué punto esas
verdades forman parte de otra Verdad más amplia, con cobijo para el
adversario, el que se llena la boca con su otra verdad, abonando
entre todos la yerba negra del desprecio.
Mi
inseguridad me obliga a cuestionarme incluso las propias ideas, que
han recalado en mí como puerto itinerante. Y esto exige una ruptura
con tantas palabras ciegas que en cierto momento de mi vida tomé
como liberadoras y se acabaron convirtiendo en enemigas de mi
libertad.
Cuestiono
mis propias ideas y pensamientos, los exprimo para que suelten todo
su veneno o todas sus mieles y finalmente los contemplo como ajenos,
sin darle más importancia de la que merecen, pues son aire, aire que
se evapora y da paso a una nube o al cielo más azul.
Nunca
vi el rostro de la verdad. De hecho, creo que la verdad no tiene
rostro, y que sólo podemas guiarnos por vestigios, y a su vez éstos
se disparan en ráfagas diminutas de astillas, humo, cenizas,
silencio perforado.
Tal
vez contemplar los propios pensamientos como si fueran ajenos nos
permita desterrar a ese mesías ebrio, eufórico, que todos llevamos
y que tanto cansancio nos provoca con la coartada de su rústica y
supuesta infalibilidad.
Nos
dejamos llevar por él, vocifera tanto que nos hace creer que las
grietas y las sombras son propias de individuos débiles, nos engaña
con su espectacular furia teñida de virtuosa seguridad.
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Dije
que admiraba a los seguros, pero a estas alturas, y debido a mi
cuestionamiento de todo lo que acontece fuera y dentro de mi, afirmo
de manera rotunda que me atosigan con sus planchas antiarrugas, con
sus habitaciones enderezadas y asépticas.
Me
recuerdan la perfección del gavilán en su vuelo, la gélida
fortaleza del mármol sin vetear.