lunes, 1 de febrero de 2010

"En un domingo afligente y sin comida, la muchacha experimentó una felicidad inesperada que resultaba inexplicable: en el muelle del puerto vio un arco iris. Después de experimentar ese éxtasis delicado, ambicionó otro: quería ver, como cierta vez en Maceió, estallar mudos fuegos de artificio. Quiso más, porque es una gran verdad que cuando se da la mano, esa gentuza quiere todo el resto, el pobretón sueña con hambre de todo" Clarice Lispector, "La hora de la estrella"

Qué duro y qué cínico, y qué realista, puede resultar este narrador si nos atenemos a este párrafo. Luego, al leer el libro, comprobamos que la aparente dureza, el pretendido alejamiento del narrador omnisciente esconde una ternura y una admiración extraordinarias por ese personaje trágico y torpe y vapuleado de nombre Macabea, que mira la vida con la simplicidad de un místico, que mira desde la boca y desde las entrañas, pues su deleite consiste en alimentarse. Su apetito es insaciable, nos dice en otro momento del relato, tanto, que rezaba a Dios porque se sentía culpable porque lo bueno debería estar prohibido, y tener hambre y saciarlo de vez en cuando era bueno, y le hacía sentir contenta.

Este personaje, Macabea, me hizo recordar a la niña protagonista de la película afgana "Buda explotó por vergüenza", que ofrece toda una lección de aprovechamiento de lo mínimo. Con imaginación, perseverancia y sobre todo, con un optimismo encomiable, la niña de los mofletes rojos por el aire frío de las montañas, consigue por fin asistir a clase en un país y en un momento histórico terrible, el momento en que los talibanes destruyen las totémicas estatuas de Buda, anticipo y declaración contundente de intenciones del ciclo de violencia que por desgracia aún no se ha cerrado. La protagonista, de unos ocho o diez años, decide ponerse en movimiento, abandonar su papel de madre de su hermano pequeño para aprender a leer las historias que cuentan los libros, para poder leer ella misma la historia que su pequeño amigo le cuenta una y otra vez.
El relato de su afán por conseguir un cuaderno y un lápiz es tan rocambolesco como seductor, y está plagado de pequeñas victorias y grandes derrotas, pero sobre todo, de un estado de ánimo inasequible al desaliento. Asistimos a las idas y venidas de la niña por aquellas inhóspitas tierras, por las montañas, que recorre una y otra vez con precario equilibrio, y nos sentimos también nosotros, adultos cómodamente sentados en nuestras butacas, al filo del abismo, y al mismo tiempo, próximos a alcanzar nuestra meta, y queremos ayudarla, porque creemos firmemente que su victoria está hecha también de nuestro esfuerzo y de nuestra fe. Y finalmente, cuando la niña logra entrar en la escuela con una libreta a la que le faltan la mitad de las hojas y con el lápiz de labios de su madre como únicas herramientas de aprendizaje, nos acordamos de la suerte de tener hambre de todo.