sábado, 6 de agosto de 2011

Madrinas

“Vitória era una mujer tan poderosa como si un día hubiese encontrado una llave. Cuya puerta, es cierto, hacía años que se había perdido. Pero, cuando lo necesitaba, podía ponerse instantáneamente en contacto con el viejo poder. Aunque no lo nombraba, ella en su interior llamaba llave a lo que sabía. Ya no se cuestionaba lo que había sabido durante tanto tiempo; pero vivía de eso.”


“La manzana en la oscuridad” (Clarice Lispector)


Son delgadas, nerviosas, de tez morena, son madrinas de un tiempo que dejará una huella suave como el beso de una madre.
A primera hora de la mañana caminan por la arena de la playa- la bicicleta siempre al lado, dejando que las olas masajeen las varices de las piernas. El agua empapa sus vestidos, sus rodillas brillan como jarrones redondos, la falda y la humedad trepan hasta sus muslos llenándolos de vida, como la caricia de un joven amante impetuoso. Se suben luego a la bici, que lleva incorporada una cesta metálica entre el manillar y el guía, colocan allí la compra que acaban de hacer en la tienda de la esquina, el viejo comercio en el que todo está apiñado y en un perfecto desorden. Pagan sin rechistar el pan tierno, los tomates y la lechuga para la ensalada, y salen a regañadientes del establecimiento, porque saben que aquel puede ser el día anterior al cierre. Montan sobre sus pacientes jamelgos, aprietan las nalgas y pedalean con los robustos gemelos, se pierden a propósito por las estrechas calles donde la ropa tendida a ambos lados se saluda con expresiones limpias, con abrazos ligeros de buena vecindad; se pierden por las airosas avenidas, rozando casi las aceras y los espejos retrovisores de los coches, cuyos pitidos no logran vencer la línea recta de sus espaldas. Sus pechos ajados brincan con cada bache, parecen escapar de su cuerpo, libres e independientes como ardillas, asimétricos, oscuros, con sus pezones de barro endurecido. Desfilan ante ellas las terrazas como banderas al viento, las balaustradas se inclinan como juncos de yeso, la orilla de la playa es una alfombra azul extendida a lo largo de kilómetros de espuma. Luego, tras una serie de rodeos premeditados por las callejas estrechas y adoquinadas por las que se cruzan perros de mal pelaje, llegan a la plaza principal, aleteando como una bandada de milanos, dejan la bici atada a una farola, junto a la puerta del consultorio médico, de donde salen con la receta del marido, liberan a su mascota preferida del candado que tuvieron la precaución de cerrar, y sin prisas van a buscar el pescado, cogen número de un pequeño objeto pegado a la pared que tiene forma de pico de ave, extraen un trozo de lengua blanca con un número grabado, o bien piden la vez mientras se frotan los ojos que escuecen, se aclaran la garganta que bebió tragos de viento, y esperan junto a un puñado de mujeres y de hombres a que llegue el furgón con el pescado del puerto de Arenys. Son las últimas en irse a dormir, y las primeras que recogen y se dejan mimar por los rayos suaves del amanecer.

Madrinas