miércoles, 27 de julio de 2011

El eco de la lluvia II

El timbre del teléfono suena rabioso e insistente. Son amigos, familiares que se quedaron atrapados en casa, en la oficina, en una tienda de informática, en la librería de la esquina. "Sólo necesitaba hablar con alguien. No puedo concentrarme con este maldito chaparrón", dice una voz espesa, al otro lado de la línea. Siento que estoy milagrosamente de pie, aunque mi cuerpo se mueve blando y manso, como si un dulce peso lo atravesara y una coraza de seda lo aislara del mundo, lo volviera hacia dentro, hacia ese rumor de la sangre tan parecido a la lluvia. Y el eco de la lluvia penetra en mi corazón, y la esperanza y el temor se alternan a medida que las calles se convierten en espontáneos arroyos y las aceras en lechos pantanosos.
Apenas hubo tiempo de recoger las mesas y las sillas de la cafetería donde unos minutos antes alborotaban inquietos un grupo de jóvenes, como pájaros que presagian la lluvia.
Centenares de ojos curiosos miran en este momento tras los visillos, tras las gotas que empañaron los vidrios, envueltos en el vaho, en el sudor pagano que desprende la casa en este julio inclemente escupido por el calendario, en este mes de rebajas y verbenas barridas de golpe por la fuerza imparable del agua, de coches que atracaron en el mar como modestas barcas sin patrón, de árboles adolescentes que sucumbieron al mortal abrazo del viento huracanado. La pantalla del televisor, más negra y muda que nunca, se convierte en un oscuro espejo que refleja el fugaz movimiento, los pasos adomercidos, las idas y venidas a la cocina, donde reina la madre entre cacerolas por fregar, platos y cubiertos sucios, donde la madre se cuece sin remedio entre los familiares aromas a canela, a café y a asado de pollo con cebolla mareada.
De pronto, todas las luces se apagan, en la ciudad se hace el silencio, interrumpido sólo por la incesante lluvia; el tráfico se ralentiza en las avenidas, en algunas calles apenas circulan sonámbulos vehículos que avanzan como tortugas, autobuses que recuerdan a los centenarios vapores caribeños que trasladan obispos a las lejanas y calurosas aldeas en los mágicos cuentos de García Márquez.