jueves, 4 de junio de 2015



 Un caballo de raza española

Estos días los talleres de escritura están discurriendo por cauces inexplorados hasta ahora. La idea de escribir experimentando con los sentidos, es decir, centrándonos en uno de ellos cada día, está resultando eficaz y divertida. La cuarta jornada estaba dedicada al órgano de la vista. Nuestro habitual punto de reunión es la biblioteca, pero caí en la cuenta de que para trabajar ese día, lo más adecuado sería abrir horizontes y prolongar nuestra mirada con paisajes más lejanos y evocadores. Así fue como decidí que esa tarde nos veríamos en la entrada de la estación, a sólo unos metros de la playa, para tomar notas de aquello que resultara curioso. Además, llevaríamos nuestra osadía un poco más lejos, observaríamos a las personas y tomaríamos apuntes que después se pudieran organizar y completar. Lo que les estaba proponiendo era el clásico ejercicio de vouyeurismo al que tan acostumbrados estamos los escritores. De eso se trataba, de observar con discreción para no intimidar a los observados. Más adelante continuaríamos la “expedición” sentados en la arena de la playa, apoyados en las barquitas que se alinean como perezosos leones marinos y sirven como respaldo agradable mientras se toma el sol. Iríamos provistos de bolígrafo y libreta y de una sencilla guía de preguntas que elaboré, aunque a buen seguro  que ellos no la iban a necesitar. 
Pero ocurrió algo imprevisto. En el trayecto desde mi casa a la playa me crucé con un jinete que montaba un precioso caballo blanco. Venciendo la timidez y las resistencias que nos llevan tantas veces a rechazar una primera idea por parecernos un tanto osada, le pregunté si le importaría acercarse un poco más tarde al lugar donde me esperaba un grupo de personas para hacer un trabajo literario. Estaba convencida de que aquel animal era capaz de despertar la curiosidad y de activar la imaginación de cualquiera que tuviera los ojos bien abiertos.
El jinete aceptó la propuesta de buena gana.  Así es que quedamos en vernos en unos minutos al lado de la estación, tras dar un rodeo para llegar por un camino diferente al que yo había elegido. De esta forma la sorpresa estaba garantizada. Y así fue: el caballo hizo su aparición trotando por el asfalto, erguido y con el sol brillando en la grupa. Fue como un rayo, una aparición que dejó con la boca abierta al grupo de alumnos y a varios transeúntes que se pararon a contemplarlo y a hacerle fotos. Todo a su alrededor se volvió opaco, intrascendente: los coches que pasaban bordeando la glorieta cercana, los escasos turistas sentados en las terrazas de las cafeterías, los grupos de adolescentes que eligen esa hora y ese lugar para sus escaramuzas y sus experimentos. El equino era todo presencia y misterio, un relámpago blanco que trastocó por momentos la tranquila tarde de un grupo de personas. Avanzaba con un movimiento natural en el que se fundían alquitrán y fibra noble.  
Fuera de su hábitat natural, en un insólito escenario, el caballo rompe con las expectativas habituales para crear otras nuevas y acaba con cualquier prejuicio acerca de lo salvaje y lo espontáneo. Aquel ejemplar blanco de raza española, con livianas manchas ocres, se ofrecía ante nosotros como un regalo inesperado. Quisimos tocarlo, recorrer las sedosas crines con los dedos e impregnarnos de su naturaleza noble. Así lo hicimos. Pero el equino no aceptó de buena gana nuestro gesto. No estaba dispuesto a ser un juguete, un mero animal de exhibición . Nervioso, alzó la testuz y dio un respingo. La pericia del jinete, con las manos en las bridas, controló la carne inquieta. En ese movimiento repentino adiviné atisbos de defensa de una raza que sobrevive aún en libertad, en prados y montes, donde su silueta se ofrece como un regalo, una evocación de la fuerza y la armonía.