Un caballo de raza española
Estos
días los talleres de escritura están discurriendo por cauces inexplorados hasta
ahora. La idea de escribir experimentando con los sentidos, es decir,
centrándonos en uno de ellos cada día, está resultando eficaz y divertida. La
cuarta jornada estaba dedicada al órgano de la vista. Nuestro habitual punto de
reunión es la biblioteca, pero caí en la cuenta de que para trabajar ese día,
lo más adecuado sería abrir horizontes y prolongar nuestra mirada con paisajes
más lejanos y evocadores. Así fue como decidí que esa tarde nos veríamos en la
entrada de la estación, a sólo unos metros de la playa, para tomar notas de
aquello que resultara curioso. Además, llevaríamos nuestra osadía un poco más
lejos, observaríamos a las personas y tomaríamos apuntes que después se
pudieran organizar y completar. Lo que les estaba proponiendo era el clásico
ejercicio de vouyeurismo al que tan acostumbrados estamos los escritores. De
eso se trataba, de observar con discreción para no intimidar a los observados. Más
adelante continuaríamos la “expedición” sentados en la arena de la playa,
apoyados en las barquitas que se alinean como perezosos leones marinos y sirven
como respaldo agradable mientras se toma el sol. Iríamos provistos de bolígrafo
y libreta y de una sencilla guía de preguntas que elaboré, aunque a buen seguro
que ellos no la iban a necesitar.
Pero
ocurrió algo imprevisto. En el trayecto desde mi casa a la playa me crucé con
un jinete que montaba un precioso caballo blanco. Venciendo la timidez y las
resistencias que nos llevan tantas veces a rechazar una primera idea por
parecernos un tanto osada, le pregunté si le importaría acercarse un poco más
tarde al lugar donde me esperaba un grupo de personas para hacer un trabajo
literario. Estaba convencida de que aquel animal era capaz de despertar la
curiosidad y de activar la imaginación de cualquiera que tuviera los ojos bien
abiertos.
El
jinete aceptó la propuesta de buena gana. Así es que quedamos en vernos en unos minutos
al lado de la estación, tras dar un rodeo para llegar por un camino diferente
al que yo había elegido. De esta forma la sorpresa estaba garantizada. Y así
fue: el caballo hizo su aparición trotando por el asfalto, erguido y con el sol
brillando en la grupa. Fue como un rayo, una aparición que dejó con la boca
abierta al grupo de alumnos y a varios transeúntes que se pararon a
contemplarlo y a hacerle fotos. Todo a su alrededor se volvió opaco,
intrascendente: los coches que pasaban bordeando la glorieta cercana, los
escasos turistas sentados en las terrazas de las cafeterías, los grupos de
adolescentes que eligen esa hora y ese lugar para sus escaramuzas y sus
experimentos. El equino era todo presencia y misterio, un relámpago blanco que
trastocó por momentos la tranquila tarde de un grupo de personas. Avanzaba con
un movimiento natural en el que se fundían alquitrán y fibra noble.
Fuera
de su hábitat natural, en un insólito escenario, el caballo rompe con las expectativas
habituales para crear otras nuevas y acaba con cualquier prejuicio acerca de lo
salvaje y lo espontáneo. Aquel ejemplar blanco de raza española, con livianas
manchas ocres, se ofrecía ante nosotros como un regalo inesperado. Quisimos
tocarlo, recorrer las sedosas crines con los dedos e impregnarnos de su
naturaleza noble. Así lo hicimos. Pero el equino no aceptó de buena gana
nuestro gesto. No estaba dispuesto a ser un juguete, un mero animal de exhibición
. Nervioso, alzó la testuz y dio un respingo. La pericia del jinete, con las manos
en las bridas, controló la carne inquieta. En ese movimiento repentino adiviné
atisbos de defensa de una raza que sobrevive aún en libertad, en prados y
montes, donde su silueta se ofrece como un regalo, una evocación de la fuerza y
la armonía.