Metió las manos en los bolsillos y de forma mecánica fue deslizando
sus dedos entre las monedas, como si los introdujera en un baño de parafina. Ahora
el dinero de plástico había sustituido al de uso corriente, y apenas utilizaba
monedas o billetes. Las monedas eran casi un residuo de su pasado, de ese
pasado en el que tenía cosas más sólidas
a las que aferrarse.
-Ustedes, los hombres de leyes, hacen que todo parezca
enrevesado y a la vez sencillo- dijo Lucía, a su espalda. ¡Maquillan tan bien
las palabras con los latines y los derechos y los artículos del Código Civil!
D. Augusto no respondió. No serviría de nada, pues pensaba
lo mismo. Durante los treinta y cinco años que llevaba en el ejercicio de su
carrera no le había temblado el pulso ni una sola vez al emitir un veredicto. Se
había hecho un corazón y una cabeza a la medida de su cargo; tal vez aún quedaba
en él la huella borrosa de cierta piedad disimulada por el silencio burocrático
y servil de los juzgados. Pero no recordaba sensaciones asociadas a esa
frigidez espiritual. Simplemente, dejó que su corazón se corrompiera. Se
recreaba en una envolvente seguridad como si estuviera blindado, o como si se
elevara planeando ligero por encima del bien y del mal. Desde esta posición, el
infortunio ajeno quedaba reducido a la mínima expresión, y le parecía
anecdótico, ridículo y sobre todo, lejano. Sí, la vanidad le inflaba como un
globo, dentro del cual podía alejarse de las lamentables desgracias cotidianas.