viernes, 12 de agosto de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de amor

...."Qué brutales eran ellas, cómo engañaban, cómo ardían, sí, cómo ardían y se consumían. Había algo en las mujeres que lo aburría. Menos María Clara. Acaban echándome a perder de tanto como les gusto, pensó él sonriendo por la bromita. Su propia sensualidad acre le causó un ímpetu denso en el pecho y una repulsión aguda. Y ese gesto de rechazo no venía de vigilarse a sí mismo sino que era la misma sensualidad"....
          LA LÁMPARA   (Clarice Lispector)

En estos días de calor y caos en el sistema, hay dos palabras que se siguen repitiendo hasta la saciedad, al menos en los círculos femeninos, allí donde dos o más mujeres se reúnen para redimirse en una cura espontánea, en el puro desahogo por medio de la palabra. Hablamos de felicidad y hablamos de amor, dos palabras que aparecen de forma recurrente en las portadas de libros de diverso género, y  que ejercen por sí mismas tal fascinación, que la mirada se detiene en ellas de forma irremediable, mientras el cuerpo cae dulcemente en la provocación y en la voracidad.
Todo lo indefinible tiende de forma natural hacia una definición inexacta o incompleta, con la que pretendemos asir aquello que se nos escapa en una promiscuidad de ideas, de datos y de hechos que pretenden asombrar y asombrarnos.
De qué hablamos cuando hablamos del amor. Carver acertó con el título, no cabe duda, y en cada uno de sus cuentos buscaba una respuesta a esa pregunta, pero en los cuentos de Carver, como ocurre en la vida, nadie aclaraba exactamente de qué hablaba cuando hablaba de amor, porque tal vez se debería hablar de  amores, en plural. De  enigmas que parecen siempre a punto de ser revelados, tan desnudos como una verdad que se escurre, obstinada.
Lo que sigue no es sino un intento vano de aclarar-enredar aún más las cosas:
Hay amores que dañan el PH de la piel, como esos jabones con exceso de sosa caústica.
Hay amores que suaves como el aloe vera, que regeneran el alma y dejan frescura de amanecer en la piel.
Hay amores mentolados y glamurosos que dejan un sabor de boca de cigarrillo Pipper.
Hay amores de absenta que producen alucinaciones, aspavientos y frenéticos relatos a la manera de Alan Ginsberg.
Hay benditos amores que serenan como agua asperjada, como gotas de rocío sobre corolas sedientas.
Hay amores caníbales, que devoran hasta los huesos.
Hay amores malditos, como esas famosas sagas de los Kennedy, o los Onassis, y de los que a veces hablan los periódicos.
Hay amores pirómanos que calcinan superficies enteras del alma, y que tardan en repoblarse décadas o siglos.
Hay amores esclavos que dicen "Señorita Escal-lata" mientras suben la cremallera del vestido, como si tuvieran la flor del algodón en el cielo de la boca.
Hay amores perros que rompen la noches con sus colmillos afilados, que desgarran la carne y la habitan.
Hay amores inocentes y entregados, tan bellos que alejan la náusea del deseo y la desesperación.
Hay tantos amores... y todos caben en un mismo corazón que late, desmayado.





De qué hablamos cuando hablamos de amor

sábado, 6 de agosto de 2011

Madrinas

“Vitória era una mujer tan poderosa como si un día hubiese encontrado una llave. Cuya puerta, es cierto, hacía años que se había perdido. Pero, cuando lo necesitaba, podía ponerse instantáneamente en contacto con el viejo poder. Aunque no lo nombraba, ella en su interior llamaba llave a lo que sabía. Ya no se cuestionaba lo que había sabido durante tanto tiempo; pero vivía de eso.”


“La manzana en la oscuridad” (Clarice Lispector)


Son delgadas, nerviosas, de tez morena, son madrinas de un tiempo que dejará una huella suave como el beso de una madre.
A primera hora de la mañana caminan por la arena de la playa- la bicicleta siempre al lado, dejando que las olas masajeen las varices de las piernas. El agua empapa sus vestidos, sus rodillas brillan como jarrones redondos, la falda y la humedad trepan hasta sus muslos llenándolos de vida, como la caricia de un joven amante impetuoso. Se suben luego a la bici, que lleva incorporada una cesta metálica entre el manillar y el guía, colocan allí la compra que acaban de hacer en la tienda de la esquina, el viejo comercio en el que todo está apiñado y en un perfecto desorden. Pagan sin rechistar el pan tierno, los tomates y la lechuga para la ensalada, y salen a regañadientes del establecimiento, porque saben que aquel puede ser el día anterior al cierre. Montan sobre sus pacientes jamelgos, aprietan las nalgas y pedalean con los robustos gemelos, se pierden a propósito por las estrechas calles donde la ropa tendida a ambos lados se saluda con expresiones limpias, con abrazos ligeros de buena vecindad; se pierden por las airosas avenidas, rozando casi las aceras y los espejos retrovisores de los coches, cuyos pitidos no logran vencer la línea recta de sus espaldas. Sus pechos ajados brincan con cada bache, parecen escapar de su cuerpo, libres e independientes como ardillas, asimétricos, oscuros, con sus pezones de barro endurecido. Desfilan ante ellas las terrazas como banderas al viento, las balaustradas se inclinan como juncos de yeso, la orilla de la playa es una alfombra azul extendida a lo largo de kilómetros de espuma. Luego, tras una serie de rodeos premeditados por las callejas estrechas y adoquinadas por las que se cruzan perros de mal pelaje, llegan a la plaza principal, aleteando como una bandada de milanos, dejan la bici atada a una farola, junto a la puerta del consultorio médico, de donde salen con la receta del marido, liberan a su mascota preferida del candado que tuvieron la precaución de cerrar, y sin prisas van a buscar el pescado, cogen número de un pequeño objeto pegado a la pared que tiene forma de pico de ave, extraen un trozo de lengua blanca con un número grabado, o bien piden la vez mientras se frotan los ojos que escuecen, se aclaran la garganta que bebió tragos de viento, y esperan junto a un puñado de mujeres y de hombres a que llegue el furgón con el pescado del puerto de Arenys. Son las últimas en irse a dormir, y las primeras que recogen y se dejan mimar por los rayos suaves del amanecer.

Madrinas