lunes, 12 de septiembre de 2011

El jengibre y las naranjas de Matisse III

 En agosto, los adoradores del rey del pop celebran el aniversario de su muerte. Y, entre otras cosas, leo en la prensa algo curioso: la última novia de Elvis se llamaba Jengibre, un nombre sonoro y agridulce, tal vez una especie de reconstituyente para un rey en horas bajas. Para alguien que estaba a punto de desmoronarse, pero también de alcanzar la gloria perpetua del mito tras esa muerte con la que culminaban sus excesos y su proceso de autodestrucción.






En la búsqueda del placer, a menudo sucumbimos ante la ansiedad por hallarlo, la sensación de plenitud es desplazada por el sentimiento de culpa, y la culpa nos despeña hacia un tedio espeso en el que comer de forma compulsiva es una escapatoria engañosa y atractiva. Una fugaz escapatoria para ese alma encerrada en un cuerpo con un estómago grande y voraz.
Los sentidos, embotados, se cierran como las hojas de las plantas carnívoras en busca de una presa con la que satisfacer su voracidad. El glotón, a menudo, es incapaz de elegir, porque su percepción del vacío siempre va más allá de los esporádicos pinchazos en la boca del estómago. Y es que el vacío no está en el fondo del plato que acaba de devorar, sino en el plato mismo, con su irresitible atracción fatal. Atracción, atracón y atragantamiento comparten lexema.

Matisse pintaba, entre otras cosas, naranjas. Con pinceladas fibrosas y cítricas, como la pulpa, espesas y granulosas, como la cáscara, o como la tierra volcánica. Aparentemente toscas, infantiles, desapegadas. Naranjas sobre un tapete con arabescos, que abren insospechados caminos a la imaginación, al color anaranjado del mundo árabe, a la dulzura de un sol que se filtra a través de cortinajes y de velos.
Caravaggio pintó el primer bodegón del que se tiene noticia. Pintó unas uvas que parecen a punto de saltar de la cesta, vivas, cristalinas e inquietas como ojos de garza. Unas uvas que saboreamos, que partimos con los dientes y cuyos sollejos y pepitas  mantenemos perplejos en nuestras bocas, que tragamos al menor descuido, como quien come y se adueña de un secreto nutritivo y exquisito, y lo incorpora para siempre a su persona