jueves, 17 de diciembre de 2009

Todo el tiempo del mundo

"Cada año que la anciana vencía era una vaga etapa de toda la familia. ¡Sí señor!, dijeron algunos sonriendo tímidamente.
-¡Ochenta y nueve años!- repitió Manuel, que era socio de José- ¡Es una florecita!- agregó espiritual y nervioso, y todos rieron menos su esposa. La vieja no daba señales".
(Fragmento de "Feliz cumpleaños"- Lazos de familia- Clarice Lispector)
Los ancianos de los cuentos de Lispector suelen ser tiernos, decididos, pero nunca derrotados. Esta viejita huraña es la piedra angular sobre la que se asienta una familia cuya unidad intuimos se quebrará en cuanto falte la anciana.
Al releer este cuento, recordé una anécdota protagonizada por uno de esos ancianos con los que nos topamos cada día sin apenas reparar en ellos y que con una sola frase expresan la sabiduría que brota de la experiencia.
En la Caja de Ahorros, la gente hacía cola de manera resignada. Un solo empleado atendía a los clientes, con sus gafas de pasta pasadas de moda, su camisa azul impecable, sus manos pequeñas, hábiles cuando se trataba de contar dinero. El cliente que tenía delante del mostrador era un tipo nervioso, de mediana edad, que acaparaba la atención del empleado con un de dudas. Luego se dirigía al anciano que esperaba sentado en una silla de espaldas a la pared de cristal. "Lo estoy arreglando, papa", le decía. El anciano no abría la boca; se limitaba a parpadear, asintiendo. Su hijo volvió al mostrador, al otro lado del cual, el empleado le ofrecía prolijas explicaciones de las que pude escuchar una sola palabra:"funeraria".
La gente empezaba a mostrarse impaciente. La cola seguía creciendo, mientras que los dos cajeros automáticos instalados en el portal escupían de vez en cuando billetes nuevos, calientes, obsequiosos. El viejo seguía impertrérrito, las manos sobre las rodillas, los ojos serenos, la frente alta, la espalda bien recta, todo él digno como si fuera el rey de la austeridad.
Cinco minutos más tarde, el hombre de mediana edad se dio la vuelta, ayudó a su padre a levantarse y se dispuso a salir, aguantando estoicamente las miradas de reproche y de alivio.
El viejo pasó a mi lado, y entonces dijo algo dirigido a todos los impacientes
- Tenemos todo el tiempo del mundo.