miércoles, 3 de agosto de 2016

DESEO.

Le prometieron unas sandalias doradas. Las del escaparate arisco, que miraban con suavidad de jabón. En la gracia del verano, las sandalias ocupaban un lugar inmenso, superando con creces a carpetas emancipadas, y a la solemnidad de aquellos ojos negros que miraban desde un retrato granítico.

Nacían en oro y con tanta alegría que cuajaron en perla, en sueños. 
La fragilidad de desear fortalece con una alegría mansa como seda de encaje. 
Las sandalias no son ambiguas. Proponen acontecimientos discontinuos y un destello puro, una tensión de arco definido como una ceja.
Las sandalias iniciaban vuelos ciegos como estrellas fugaces en la gracia del verano. Eran paisaje burbujeante con fondo negro de escaparate raro. La llenaban de un amor ardiente, y un temor mudo a ser privada de su sueño. ¿Quién podía privarla de su sueño? El sueño tiene paciencia de santo, el sueño es la conciencia de peligro que abre espacios. Las sandalias doradas miraban con suavidad desde el ardor del verano, y con la inocencia codiciosa de la niña descalza, ella disfrutaba de una fe terrible, una fe oblicua como el rayo de sol que atravesaba el escaparate imantado. Elegante y soñadora como las propias sandalias, se quedaba inmóvil como una oruga esperando la eclosión. Se retorcía de dolor, había confusión y estrépito en el aire; el deseo es un arma fatídica; entre aullidos púrpura, rompió el cristal.