martes, 7 de septiembre de 2010

"Desde hacía mucho tiempo solitaria, y amando aquella viudez sin los sobresaltos que un hombre puede traer, la mujer empezaba, sin embargo, a inquietarse y a intentar arrastrar a su hija hacia una intimidad donde ambas construirían compensaciones ocultas, suspiros y regocigos, aquel placer de la costurera con su costura, ella, Ana, que se alegraba cuando había ropa para arreglar. Inútilmente buscaba el apoyo de su hija pidiéndole con mirada paciente el sacrificio, ninguna de las dos necesitaba saberlo, pero Ana lo pedía, Lucrecia se negaba y nacían peticiones y negativas secundarias, sin importancia en sí mismas pero enormes en el comedor, cargadas de la misma obstinación" Clarise Lispector: "La ciudad sitiada"
El texto continúa, pero creo que con estas líneas ya está suficientemente explicada la relación entre esa madre y esa hija. No todas las hijas han sido o serán madres, pero todas las madres fueron hijas, y por eso los lazos que se establecen entre ambas ondean siempre entre sus cuerpos, incluso entre sus cabezas, amenazando o adornado, ciñendo o apretando porque los lazos, aunque sean de seda y de vivos colores, pueden acariciar o constreñir. La madre abnegada que da el pecho a su hijo recien nacido mientras los pezones se llenan de grietas y se convierten en callo estremecido, y sus senos soportan el peso del mundo, porque son el centro del mundo para esa boca que succiona con avidez, puede zozobrar de madre protectora a madre asfixiante, pues los límites se diluyen con cada caricia, con cada abrazo, con cada palabra que nace de una boca que aspira a planchar sus arrugas con la tersa piel de la juventud que escucha y que admira y que imita y que puede disolverse en la nada de ese amor que es una búsqueda pero que también es un encuentro.
Madres e hijas, manos tendidas, confidencias, vestidos, collares, zapatos de tacón en los que se pierde el pie enano, el cuerpecillo enano que recorre el parquet, dando los primeros pasos de mujer, aupada en ese cascarón-navío, preparándose, sin saberlo, para cruzar el océano de la vida. Lápices de labios que se derriten como mantequilla sobre unas boquitas con dientes de chacal mientras pinta rabillos con khol, intentando no salirse de ese papel en blanco que es todavía su cara, y pinta con rimmel sus pestañas y con sombra sus párpados, y con pulpa de miel y polvo de estrellas las retinas de sus ojos asomados al futuro.
Madres e hijas tomando el sol en la playa, compartiendo la misma toalla gigante, la misma arena y el mismo mar, respirando el mismo salitre, boca abajo, para recargar su cuerpo con las vibraciones imperceptibles de la tierra, acercando sus bocas en la confidencia de la tarde azul y nítida, intercambiando alientos, támpax, cleenex, protectores de piel... habitantes de un paraíso contruido peldaño a peldaño, abandonadas a la alegría y los arrebatos del corazón, derribando paredes que otros levantaron, la sangre fluyendo al ritmo de ese mar que las contempla y las lame con delicadeza de hombre.

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