lunes, 17 de octubre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte I

Nos citamos para ir juntos al teatro, a ver una nueva versión de la Fedra de Racine.
Nuestro distanciamiento de los últimos tiempos me provocaba remordimientos inútiles pero inevitables: cumpleaños, navidades, fiestas que no compartimos por uno u otro motivo, felicitaciones que no llegué a enviarle, llamadas de teléfono, cartas que nunca cruzamos, desencuentros sin sentido, que únicamente pueden entenderse por la vorágine que zarandea nuestros días, y que ocasiona pérdidas irreparables.
Mi corazón es un cazador solitario, como el de Carson McCullers, y como el tuyo, y como el tuyo. Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello.
Mi hermano Daniel tiene el rostro enjuto de los ciclistas, de los ascetas, y es el hermano pequeño, el más protegido, el más sentimental, el que se lesionaba tanto de niño, el que se torcía el tobillo al menor descuido. Era el último en salir de casa al colegio, en levantarse de la mesa, formó parte del último reemplazo de la mili...Él, como el personaje del cuento, actuaba como un pato porque creía que era un pato. Pero eso fue antes de que se tatuara un Pegaso en el mismo tobillo que se lesionaba tan a menudo, antes de que se diera cuenta de que era un colibrí que podía mantenerse en el aire casi de forma permanente, y saltar sobre las propias limitaciones, la torpeza, las dudas sobre su propio potencial, saltar para convertir en músculo y en arte su fragilidad.
Apenas le veo me doy cuenta de que la distancia sólo puede separar lo que ya estaba separado. Nuestro amor se forjó con la firmeza de los cimientos de una casa levantada piedra a piedra, una casa grande y antigua hecha a conciencia para resistir futuras turbulencias y todo tipo de actividad sísmica.
Daniel es distinguido y varonil. Usa la fragancia masculina de Yves Sant Laurent, como el marido de Natalie Portman, que también es bailarín; pero su pelo rizado y suave me hace recordar la nota dulzona y limpia de la colonia Nenuco con la que yo misma le rociaba después del baño; sus manos ligeras, pálidas y amorosas han ganado soltura y fuerza, han crecido y ahora apretan con fuerza mis hombros mientras sacamos las entradas para ver Fedra. Son las manos que manipulaban los transformers, que barajaban las cartas de parejas, que cometieron los primeros hurtos, las mismas que coleccionaban con avidez los quesitos en las casillas del Trivial Pursuit.
Somos la tercera generación de la corriente migratoria interna que desplazó de sur a norte peones con los ojos muy abiertos, asalariados que transportaban en sus maletas millones de sueños, recomendaciones de algún pariente y muchas ganas de empezar una nueva vida. En nuestros genes no hay ni una gota de sangre guerrera, pero cuando veo a mi hermano bailar me doy cuenta de que el duende aletea en cada uno de sus pasos, en la posición de sus brazos, en la flexibilidad y armonía de su cuerpo, en ese aislarse dentro de sí mismo para elevarse al momento y demostrar que no se está atado perpetuamente a la existencia, que se puede renovar segundo a segundo el pacto con la libertad, y volar sin miedo a la caída y las lesiones de tobillo. Él tiene sin duda lo que denominan duende y que no es otra cosa que la pericia de convertir en arte el dolor y la alegría, la fatiga, los callados anhelos, la valentía y la lucidez, y todo cuanto perturba o exalta el ánimo.
Entramos en el teatro. Sobre el escenario, la desgraciada Fedra sufría lo indecible por su Hipólito. Me resulta imposible detestar a esa mujer, la mujer que traiciona y miente porque aspira a un amor más grande que el mundo, la mujer que rechaza a su marido Teseo, el héroe. No puedo odiarla. Mi corazón ya no es un cazador solitario.