domingo, 15 de enero de 2012

Las iglesias son para el verano, parte I

Me gustaría tener el talento de Jorge Manrique para cantarle a la muerte de mi padre; pero como eso no es posible, lo haré a mi manera, escribiendo unas líneas que expresen alguno de los múltiples significados de esos "soplos" o revelaciones de la conciencia alterada que ocurren cuando alguno de los nuestros fallecen.
Mi padre murió un lunes de diciembre, cuando la Navidad estaba limándose las uñas para fagocitarnos con su estrépito, sus destellos instantáneos,  su lujo burgués adoptado y adaptado a los bolsillos con jaqueca. Él se libró de todo eso sólo por unos días. Se libró del cava, las uvas atragantadas, los empachos de parabienes, las heladas de la Meseta y las mafias de la publicidad atacando por la retaguardia, disparando hacia el núcleo de los deseos más o menos confesables.
Un martes destemplado le acompañé por última vez a la iglesia, mientras el aire helado rozaba los arcos del atrio con sus brazos barrocos y rudos. La iglesia era fría, yerma, como esas casas de fin de semana o esos refugios de montaña que, con su modestia franciscana, apenas dejan un resquicio por donde se cuela la esperanza y el calor de hogar. Aquel día hacía tanto frío, que no pude desprenderme del gorro de lana. Esa prenda protegía mi cráneo y me hacía sentir como me sentí hace mucho tiempo, cuando era una niña que salía a la vida con las orejas calientes y el alma inquieta. Tal vez te falté al respeto, padre, con mi gorro audaz, que abrigaba y confortaba como si yo fuera el hijo pródigo ungido a su regreso. Tú, que eras tan friolero, sabrás perdonar mi osadía.
Mientras el sacerdote leía versículos de Isaías y su aliento fluctuante se perdía entre los pétalos de los crisantemos, noté un dolor agudo en las costillas. Era el frío de la pérdida. Sentada en el banco compartido, duro e incómodo pensé. ¡La vida es tan rápida, y las manos son tan torpes para pedir, tan torpes para recoger, que voy a ser codiciosa, voy a pedir vivir despierta!