viernes, 26 de octubre de 2012

Una vida bohemia, parte I

Leyendo los versos que Omar ibn al Jayyam escribió en su obra "Rubuiyat" me acordé un día de Rodrigo,  una gran persona, un ser humano que encarna una visión de la vida muy peculiar . Decía el escritor y matemático persa en uno de sus poemas:
"¡Oh, dulce amada! Llena la copa que hoy liberta
de dolores pasados y nuevas inquietudes.
¡Mañana! ¿Y qué?
Mañana, si mi vida despierta
siete mil años idos llamarán a mi puerta"
Su nombre es Rodrigo, pero podría llamarse Juan, o Francisco, o Pablo. Aunque, pensándolo bien, ese nombre que le fue impuesto define muy bien su talante y su genio.  Al pronunciarlo, las "erres" se encasquillan entre la lengua y los dientes, o se pegan al paladar como sollejos de uvas verdes, dejando en la boca un sabor agridulce, como el propio Rodrigo.
Si te pasas por el bar Corinto puedes verlo allí al caer la noche, charlando y riendo con los amigos y bebiendo hasta agotar los últimos céntimos de su bolsillo. Los amigos a veces le invitan, sin cuestionarse si hacen bien o mal fomentando su vicio. Además, si estás en el Corinto es porque has dejado afuera tus reservas acerca de la moralidad y también de la calidad de los licores. Si estás en el Corinto es porque crees que la dignidad es un valor subjetivo, que no tiene tratos con la templanza ni con las expectativas de futuro.  Todos desean- deseamos- que se quede un rato más, una hora más, hasta que el dueño del bar comience a mover sillas y a barrer bajo las mesas como un aviso incuestionable de que ya es la hora del cierre. "La última ronda, Rodrigo", le dice alguno de los habituales, y él sonríe y la acepta encantado, y bebe con valentía  y ansia en honor a la amistad y a la vida, a la perra vida que ni le abandona del todo ni le acompaña gentilmente, como creo que se merece. Pero él no es derrotista, ni mucho menos. Tiene la lucidez amarga y florida del que está de vuelta de muchas cosas, y cuando todo parece perdido, sabe dar un giro a la situación y a la rueda de la fortuna, o a lo que él entiende por fortuna. De tanto en tanto se ingresa a sí mismo en alguno de sus "hospitales de mujeres", como él dice. Sus mujeres, sus amigas, se turnan para cuidarle con lealtad profana en sus recaídas, para ayudarle a ganar unas libras de carne, esos kilos que se le resisten porque lleva una vida "bohemia" y apenas tiene hambre, sino solo sed, una sed que le roe las entrañas. Porque la solidaridad funciona a unos niveles más que aceptables en el entorno de Rodrigo. Es el "hoy por ti, mañana por mí" de los que viven en el filo de la navaja, de los funambulistas sin sentido del equilibrio. Y cuando vuelve de sus hospitales de mujeres al Corinto es un hombre nuevo, dispuesto, eso sí, a tomarse la última junto a los demás parroquianos, tan insignificantes y resecos para la sociedad como las uvas pasas.
Ellos no hablan de Hegel, ni  escuchan a Strawinsky, desde luego. Son bohemios a la fuerza; la mayoría no conoce París, ni siquiera sueñan con viajar, sino con billetes de lotería premiados que les permita continuar con su vida bohemia. Otros sí, otros han viajado a París un fin de semana con la parienta, o con la novia, y lo explican como si hubieran dado la vuelta al mundo. Se jactan de ello como lo haría un viajero que hubiera cruzado el río Amazonas, o recorrido la Panamericana hasta llegar al Polo Norte.
El brillo del cristal de las copas les hipnotiza, y por eso apuran hasta el final el elixir de la eterna borrachera. Están en el paro o a punto de engrosar sus listas, les faltan dientes, o exhalan un aliento cargado, se enredan en peleas tontas que pueden subir de tono pero que no llegan a las manos casi nunca, cuentan chistes y se ríen hasta de su propia sombra. Hablan poco del amor, del que se mofan como si se tratara de una cursilería propia de blandos. Y es que en el fondo lo consideran tan serio, que no pueden hablar de él si no es en broma. Fuman de forma compulsiva a las puertas del Corinto, iniciando charlas con conocidos o desconocidos que comparten su mismo placer, o su grito de guerra: "¿Qué te metes don Quijote, p'a luchar con los molinos?", recordando lo último de Melendi.
Charlas que se apagan con la última calada. Pero antes, expulsan el humo al cielo, hacia esa luna tan solitaria y tan blanca perdida en el negro cielo, mientras el cigarro se consume y se convierte en ceniza, como la mayoría de sus ilusiones. Y cuando se acaba el pitillo, regresan de nuevo a esa especie de refugio antimisiles, sabiendo que comparten algo más que la barra del mostrador y la botella que el camarero va escanciando en sus copas.
Y allí se encuentran con Rodrigo, que no fuma, aunque bebe como un cosaco, y que tal vez nunca oyó hablar del poeta persa, pero que no cree en la vida eterna y, como él, se centra, o más bien zozobra con los placeres terrenales. Y que salga el sol por donde quiera.