domingo, 12 de noviembre de 2017



El rostro de la verdad


Admiro a los seguros, a los que no dudan, a los que exhiben verdades “como puños”. Sin vacilar, sin cuestionarse hasta qué punto esas verdades forman parte de otra Verdad más amplia, con cobijo para el adversario, el que se llena la boca con su otra verdad, abonando entre todos la yerba negra del desprecio.
Mi inseguridad me obliga a cuestionarme incluso las propias ideas, que han recalado en mí como puerto itinerante. Y esto exige una ruptura con tantas palabras ciegas que en cierto momento de mi vida tomé como liberadoras y se acabaron convirtiendo en enemigas de mi libertad.
Cuestiono mis propias ideas y pensamientos, los exprimo para que suelten todo su veneno o todas sus mieles y finalmente los contemplo como ajenos, sin darle más importancia de la que merecen, pues son aire, aire que se evapora y da paso a una nube o al cielo más azul.
Nunca vi el rostro de la verdad. De hecho, creo que la verdad no tiene rostro, y que sólo podemas guiarnos por vestigios, y a su vez éstos se disparan en ráfagas diminutas de astillas, humo, cenizas, silencio perforado.
Tal vez contemplar los propios pensamientos como si fueran ajenos nos permita desterrar a ese mesías ebrio, eufórico, que todos llevamos y que tanto cansancio nos provoca con la coartada de su rústica y supuesta infalibilidad.
Nos dejamos llevar por él, vocifera tanto que nos hace creer que las grietas y las sombras son propias de individuos débiles, nos engaña con su espectacular furia teñida de virtuosa seguridad.
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Dije que admiraba a los seguros, pero a estas alturas, y debido a mi cuestionamiento de todo lo que acontece fuera y dentro de mi, afirmo de manera rotunda que me atosigan con sus planchas antiarrugas, con sus habitaciones enderezadas y asépticas.
Me recuerdan la perfección del gavilán en su vuelo, la gélida fortaleza del mármol sin vetear.



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