sábado, 2 de diciembre de 2017







Hechizo




Aquel lodo sin purificar dejó un trébol de cuatro hojas inmóvil como un exilio.
Una ruta con cruces y panecillos aprovechados
una lenta consagración del fanatismo.
Los suspiros alcanzaban los espejos. No había otra pizarra más allá del miedo.
El miedo pervertía soportales con su exhalación corrupta, mientras las muchachitas paseaban cuadros escoceses y calores naranjas por encima de las rodillas.
Intento alcanzar su rostro invisible, su rostro indigente sin nobleza, y las capas sucesivas de una cólera callada.
Hay un hervor oculto, un signo extraviado de locura, trenzas y una remota capilla con la virgen impávida.
Un olor a cera encapsulada.
Hay una mutación de la hermosura en vértigo y de la pureza en óxido.
El terror a la disolución de la savia, anterior a nosotras, revoloteaba por las inmensas paredes lechosas del fondo.
El miedo era el trago inútil que bebíamos en el desayuno, con voces ecuménicas observando con lupa los coloretes adolescentes.
Deformación de la matriz estéril y subalterna, lavada por el martirio y el rescate del alma; su argumento consolidado por siglos tristes. Su vena cava en latente mordedura.
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El trébol fue el amuleto contra los dioses, las máscaras y las vírgenes opacas.
Alcanzó la transparencia, rompió el fatal hechizo.






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