lunes, 10 de septiembre de 2018


Aprendizaje
Nació con la cabecita bien redonda
no hay datos fiables de su primera aventura.
Partía de cero y tenía frío, y era una llaga de vida.
No sabía apenas llorar
sus ojos estaban hechos para contar historias
pues su historia carecía de grandes sucesos.
Poco a poco se ungía con un saber innecesario
calderilla de joyeros
en cerditos de barro oportunamente destripados.
Huía de las ascuas que tapaban el sol
de lecturas obligatorias, de gladiadores romanos
y de arreglos florales.
No encajaba en los pupitres.
Comía tierra al descuido, que le daba el extraño poder
de los escaramujos
unas sucias uñas
y dedos duros.
Mordía una manzana, mordía un gusano
sin saber de Eva y sus diabluras, acumulaba polvo en sus heridas;
Buscaba brazos, cocinas, almas para quedarse
aunque fuera a destiempo. Le tapaban las muñecas
con un reloj pintado.
Por lo demás, era una niña corriente: jugaba a las tabas, abría y cerraba abanicos, soñaba con sandalias doradas
y con una lavadora de programa largo.
Le asustaba la sangre en toda su vastedad
en todo su aliento de perro, de muerte gratuita.
Evitaba los pasillos oscuros
las bocas de chimenea, los cuellos de botella.
Aprendía despacio a ser mujer;
la niña desnutrida
avanzaba con su cabecita redonda,
husmeaba en busca de algo, sin lamentarse
sin declinar ofertas, trastos, timbres, zapatos callejeros.







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