…. Sin embargo, estos objetos funcionaban también como una
advertencia para ella: “Es mío”, parecían decir las máscaras africanas, las
pequeñas pirámides de ónice, repitiendo las voces de sus dueños. “Se mira pero
no se toca”, decía aquel pisapapeles de Clichy que siempre soñó con poseer, un
cristal redondo y pesado dentro del cual había un gran fresón rojo como la
sangre, de aspecto tan exquisito que daban ganas de comérselo. ¡Cuántas veces
estuvo a punto de estampar la brillante bola contra una piedra y comprobar que
conservaba el aroma y el sabor de una fresa verdadera!
La casa grande, la de los amos, tenía un horno en el que
se cocían panes, y una vitrina llena de libros de Historia del Arte, y una
Olivetti que tecleaba el señor Ribó con sus dedos de rey Midas, mientras en el
otro extremo de la habitación uno de sus hijos, de la misma edad que ella, tocaba la flauta dulce mientras miraba por la
ventana con sus ojos de perro braco. Este chico, el de los ojos de braco, sangraba a menudo por la nariz, y la
perseguía por el jardín para levantarla las faldas. El de los ojos siempre
brillantes como brasas la espiaba por la mirilla de su habitación de enfermo
crónico, y el de los ojos de ratoncillo le dio un día un buen mordisco en el
carrillo porque, apenas se descuidaba, ella le quitaba las patatas fritas del
plato y se las comía. El mordisco le dolió, pero no tanto como para no volver a
repetir esa acción, porque nunca unas patatas saben tan buenas como las robadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario