Llegaron hasta el cerezo, que aparecía iluminado con una
tenue luz que provenía de unos plafones cuadrados encerrados en pequeños nichos
en el suelo.
- Mañana mismo mandaré cubrir este árbol- dijo D. Augusto,
alzando la cabeza para contemplar el exuberante manto vegetal y aéreo- De lo
contrario, los pájaros acabarán por dejarlo pelado. Y eso no sucederá de ningún
modo. ¡Nos daremos un festín de cerezas!
Los ojos del magistrado brillaban en la oscuridad del
jardín, y adquirieron de pronto la fijeza hipnótica de los de un búho. Se contenía
porque tenía miedo de su pasión. Sus labios apretados manifestaban la violenta
resistencia de su interior, su apego a la vida y sus dones, que se ofrecían con
aparente sencillez como los frutos maduros del árbol que se erguía robusto y
concupiscente como el árbol del paraíso. Deseaba que ella hablara, que le diera
la réplica para borrar la absurda tristeza que brotaba de lo hondo de su pecho.
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