jueves, 15 de diciembre de 2011

De mayor quiero ser rockera, parte II

Luisa tuvo un sueño: soñó con una tarta de cumpleaños llena de dedos con las uñas encendidas. Cuando me lo contó, casi podía ver el resplandor de esa noche fantasmagórica en su cara. En su sueño, ella trató de apagar las falsas velas soplando y soplando, mientras el pastel se licuaba y caía al suelo como magma derretido, y los dedos seguían intactos, encendidos y siniestros, señalando cielos rasos.
Hablamos largo y tendido sobre el posible significado de ese sueño, y llegamos a la conclusión de que no había nada vacuo en aquella visión que alertaba tal vez de una de sus obsesiones: la obsesión por ese tiempo que se derramaba como la apetitosa tarta que se convertía en magma.
- Cuando un sueño me inquieta- le dije- lo rememoro brevemente y luego, cerrando los ojos, invento otro sueño menos angustioso y me quedo disfrutando de esa sensación un buen rato.
Ella me miró sin demostrar ninguna sorpresa:
-Ya lo hice, pero esta vez no sirvió de nada. El despertador sonó a las ocho de la mañana y tuve que prepararme para ir a trabajar, y en el trabajo me encontré de nuevo con los dedos, esta vez de carne y hueso y, claro está, apagados. De todas formas- dijo, recuperando el aplomo y el sentido del humor- Yo de mayor, quiero ser rockera. Porque los viejos rockeros nunca mueren.

Así fue como, tanto Luisa como yo decidimos no volver a lamentarnos por el paso del tiempo. Como decía Mimí en "La Bohème", "Il primo sole è mio. Il primo bacio del´aprile è mio! Y eso, nada ni nadie podría arrebatárnoslo.
Además, el pasado sólo pesa cuando se ha vivido desprevenido, y debe dejarse atrás como se deja atrás una montaña envuelta en la bruma de un atardecer desapacible; el presente sólo pesa cuando se vegeta o se sobrevive sin inspiración, y el futuro pesará o no pesará, cómo saberlo, pues siempre es impertinente y juguetón como un niño malcriado.
De modo que ella se dedicará a sus uñas y yo a mi escritura, y yo cumpliré palabras mientras ella sigue cumpliendo sueños de manos. Aceptando todos los peligros que conllevan ambas actividades. ¿Acaso no es peligroso el tacto? Tocar las manos es tocar el corazón, con todos sus misterios escondidos.  Yo a veces, escribiendo, creo tocar ligeramente el corazón, pero supongo que me equivoco, y que eso que parecía un corazón en la distancia no es más que un iceberg a la deriva en un mar de palabras.


                                 



domingo, 20 de noviembre de 2011

De mayor, quiero ser rockera, parte I

"No me importa cumplir años, con tal de que los demás también los cumplan".
Esta frase, pronunciada por mi amiga Luisa, era el guiño cómplice de una persona coqueta, pero también realista. Sus palabras me hicieron reflexionar, renunciar a las argucias que había inventado hasta entonces para eludir algunas preguntas incómodas : ¿Es realmente tan importante la edad y, en caso de que así sea, es tan importante que los demás la sepan? Porque actualmente, cuando la esperanza de vida es más alta que nunca, los cánones de belleza y frescura son también más altos que nunca, y se juzga sin piedad  por las apariencias, con ese fanatismo que propicia actitudes extravagantes o incluso arriesgadas en su afán por encontrar la fuente de la eterna juventud. "Tener una edad" produce cierta desolación en el que la tiene y cierta prevención en el que aún no la ha alcanzado. Tener una edad es, por ejemplo, encogerse, ver cómo la piel se endurece y el alma sigue intacta, sin caber del todo en ese cuerpo que arrastra la casa a cuestas como una tortuga. Es, en ocasiones, una encarnación involuntaria en un ser marcado por la biología, los boleros y las canciones nostálgicas en general.
A veces tengo la sensación de que, más que cumplir años, cumplimos una condena de la que el tiempo no va a liberarnos, sino todo lo contrario; una condena al final de la cual nos espera, como una cancerbera implacable, la enfermedad, la muerte, en definitiva, el final de un proyecto de vida.  
Luisa, que regenta el establecimiento de cuidado y belleza de uñas "Perfect Nails", tiene mucho tiempo para pensar debido a la crisis, la competencia china y la caída de turistas y uñas. "Siempre he sido una persona fuerte. Tal vez algo frívola, no lo niego. Pero nunca me había sentido tan mal como el día de mi último cumpleaños", me dijo mientras ponía delante de mis manos el recipiente con agua templada y me invitaba a introducir las yemas de los dedos para reblandecer las cutículas. "Mujer, qué cosas tienes. Estamos en lo mejor de la vida", la consolé como pude, sintiendo al mismo tiempo la falsedad de mis palabras. Mientras le hablaba, me parecía estar oyendo como un eco incómodo, la voz de mi propia madre, apoyándose en una muleta y guardando en su bolso la agenda que siempre lleva consigo, y que es la muleta de su precaria memoria. Mi madre mantiene largas y fantasiosas conversaciones telefónicas en las que predominan las excursiones en autobús y los nuevos novios, mientras se prepara para asistir al próximo baile tapando con precaución el ajado escote con un collar de piedras falsas.

Lo sé, estoy cayendo en un mar de amargura y vejez anticipada. Pero es que, en esta era narcisista y deslumbrada en la que se sacrifica el talento, la experiencia y la profundidad y se apuesta tantas veces por lo novedoso, lo vulgar, lo superficial y rutilante, hacerse viejo es un drama, un drama al que los jóvenes asisten como espectadores y los viejos como actores mudos o a punto de enmudecer por la frustración y el desamparo. En la madurez se conserva intacta la capacidad de amar, pero las oportunidades van menguando y la implacable ley vital, con su nefasta sensatez, se traduce en una frenética carrera de relevos, confundiendo cuerpos cansados con almas rendidas.
Desde que cumplió los cuarenta y ocho años, mi amiga descubre conspiraciones a todas horas. Pero sale airosa de ellas - aparentemente- a base de tratamientos faciales, ropa juvenil y actividad física al borde de la extenuación. Trata de conservar la juventud, con su pureza e integridad a toda costa, mientras sospecha o intuye que ambas quedaron atrás, en uno de esos días en los que te levantas y compruebas, con vértigo, que te falta el impulso vital para salir a la mañana y transitar con la alegría de siempre por las viejas calles cuyas cuestas subías sin dificultad. Que compruebas que eres demasiado joven para morir y demasiado vieja para empezar a vivir de nuevo, que ayer fue ayer, como una línea divisoria clara y cortante, y que nunca hasta entonces habías pensado en eso.
Mientras lima mis uñas con esmero, arrastra y corta la cutícula muerta, Luisa vuelve a la carga: "Nunca confieses tu edad a alguien que no te conoce bien. Te incluirá en una lista de lugares comunes, y ya no podrás salir de ella".
El jueves pasado quedamos para ir al cine.  Se arregló como si fuéramos a una fiesta de disfraces.
-Empiezo a ser invisible para los demás, sobre todo para los hombres- dice, abrumada.
La entiendo perfectamente. Cuando una persona "se vuelve" invisible para los demás, su autoestima se resiente, nota que se está ejerciendo con ella una violencia sutil pero no por ello menos dañina: la violencia de negarla. Y ante este peligro, Luisa reacciona con perfumes intensos, colores de ropa intensos, suspiros intensos.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte II

Cuando salimos del teatro, mi hermano me preguntó:
-¿A tí cómo te va?
- Bien- le mentí, con la mejor de las intenciones.
Él me miró preocupado. Ser sincera con alguien que te conoce tan bien es difícil. Sin embargo, me he dado cuenta de que la sinceridad a veces no tiene tanta importancia como la coherencia. Y yo era coherente con el papel que desempeñaba en mi familia. Soy la primogénita, la más fuerte, la primera que salía de casa para ir al colegio, la que apenas se lesiona. Si aplicaba la coherencia a mi vida, tarde o temprano regresaría a mi estatus privilegiado.
El azar y la herencia genética son los Reyes Magos que reparten dones. Pero, para que circulen como moneda de cambio, deben ir acompañados del estímulo. Y al estímulo le corresponde cierta osadía, aunque sea la osadía de los tímidos, como es el caso de mi hermano.  Claro que él juega con ventaja: tiene, además, la lucidez de la intuición. Así cualquiera.
Siempre he sentido por mi hermano un gran afecto y también un poquito de envidia. El pequeño truhán, con sus caídas y su carita de ángel llamaba la atención de mis padres. Era considerado, era amable y, lo que es peor, parecía un animalito desvalido.
La envidia es un tapón que enturbia o paraliza la corriente de afectos.Pero cuando la soledad y la distancia duelen, cuando uno es capaz de superar los obstáculos con que nos asedia el amor propio, entonces la envidia se diluye como la sal en agua caliente.
Hablamos de mil y una cosas mientras cenamos. Hablamos de la época en la que le gustaban las películas de catástrofes. Catástrofes aéreas- Aeropuerto-, de amenazas nucleares- no recuerdo ninguna en este momento- de amenazas extraterrestres- Mars Attac-o marinas- Abiss- o de virus mutantes- Ébola-Mientras recuerda su antigua afición, sonríe con nostalgia:
- Cuánto tiempo ha pasado desde entonces- Dos arrugas, finas y verticales se dibujan en su entrecejo-Aún no conocía a Pina Bausch, ni había actuado en la Ópera de París, pero ¡Cómo me gustaban aquellas películas! El héroe  pasaba mil fatigas hasta que triunfaba sobre la adverdiad- Tomó un sorbo de vino. Era un vino caro, francés, que pagaba él, como el resto de la cena- Por supuesto, me identificaba con el héroe- prosiguió-. El mundo podía caer hecho pedazos, pero el héroe nunca moría- Excepto James Dean, que no hacía películas de catástrofes, pero que me gusta más que ningún otro actor- Hizo una pausa, se mordió el labio superior tal como hacía de pequeño, poniendo cara de conejo- Creo que esas películas me adoctrinaban para el futuro- Me miró fijamente, como si estudiara mi reacción- La danza es antinatural, tan antinatural como las desgracias sin fin que le suceden al protagonista.
Iba a decirle algo, pero él me pidió que callara con un gesto de la mano, y luego añadió:
- La danza nos redime de la imposibilidad de volar, pues no poder volar es una verdadera tragedia. Yo vuelo a veces, siento que me libero del peso de la vida, siento que voy de vacío en vacío para llenarlo con mi cuerpo. Pero hay que pagar un alto peaje por ello- continuó- salen ampollas en los pies, padeces bursitis, fuerzas tu cuerpo hasta deformarlo... es lo que tiene traficar con los propios sueños- mojó los dedos en un lavamanos con gotas de limón y pétalos de rosa flotando en el agua-
Se levantó de la mesa para ir al lavabo y yo le seguí con la mirada. Había ganado autoestima, dinero y dinamismo, pero algo en él había muerto para dar paso a un hombre nuevo. No sabría decir de qué se trataba, pues es difícil calcular lo que se pierde en el camino hacia la gloria. Pero no importaba: me gustaba tal como era, me gustaba tal como fue.
Cuando me quedé sola me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa una agenda. Tal vez lo hiciera a propósito, para tentarme. El caso es que sentí curiosidad, y la curiosidad me volvió osada. Deseaba husmear en su intimidad, descubrir tal vez una zona oculta y emocionante que arrojara más luz sobre mi hermano y, cómo no, sobre el secreto de su éxito.

Lo que encontré fue una revelación para mí. En la primera página había una simple anotación escrita con rotring negro. Llevaba la fecha de ese mismo día, y tenía la letra menuda y redonda que yo conocía perfectamente. "La distancia no es el obstáculo. El obstáculo es la desidia", leí.
Sentí una alegría tan grande, tan inesperada, que golpeó mi corazón con fuerza y me impulsó a asirme de inmediato a esa cuerda, uno de cuyos extremos sujetaba con fuerza mi hermano. Saqué un bolígrafo del bolso y escribí debajo, con letra bien grande, para que no lo pasara por alto: "Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello, querido hermano".





















lunes, 17 de octubre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte I

Nos citamos para ir juntos al teatro, a ver una nueva versión de la Fedra de Racine.
Nuestro distanciamiento de los últimos tiempos me provocaba remordimientos inútiles pero inevitables: cumpleaños, navidades, fiestas que no compartimos por uno u otro motivo, felicitaciones que no llegué a enviarle, llamadas de teléfono, cartas que nunca cruzamos, desencuentros sin sentido, que únicamente pueden entenderse por la vorágine que zarandea nuestros días, y que ocasiona pérdidas irreparables.
Mi corazón es un cazador solitario, como el de Carson McCullers, y como el tuyo, y como el tuyo. Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello.
Mi hermano Daniel tiene el rostro enjuto de los ciclistas, de los ascetas, y es el hermano pequeño, el más protegido, el más sentimental, el que se lesionaba tanto de niño, el que se torcía el tobillo al menor descuido. Era el último en salir de casa al colegio, en levantarse de la mesa, formó parte del último reemplazo de la mili...Él, como el personaje del cuento, actuaba como un pato porque creía que era un pato. Pero eso fue antes de que se tatuara un Pegaso en el mismo tobillo que se lesionaba tan a menudo, antes de que se diera cuenta de que era un colibrí que podía mantenerse en el aire casi de forma permanente, y saltar sobre las propias limitaciones, la torpeza, las dudas sobre su propio potencial, saltar para convertir en músculo y en arte su fragilidad.
Apenas le veo me doy cuenta de que la distancia sólo puede separar lo que ya estaba separado. Nuestro amor se forjó con la firmeza de los cimientos de una casa levantada piedra a piedra, una casa grande y antigua hecha a conciencia para resistir futuras turbulencias y todo tipo de actividad sísmica.
Daniel es distinguido y varonil. Usa la fragancia masculina de Yves Sant Laurent, como el marido de Natalie Portman, que también es bailarín; pero su pelo rizado y suave me hace recordar la nota dulzona y limpia de la colonia Nenuco con la que yo misma le rociaba después del baño; sus manos ligeras, pálidas y amorosas han ganado soltura y fuerza, han crecido y ahora apretan con fuerza mis hombros mientras sacamos las entradas para ver Fedra. Son las manos que manipulaban los transformers, que barajaban las cartas de parejas, que cometieron los primeros hurtos, las mismas que coleccionaban con avidez los quesitos en las casillas del Trivial Pursuit.
Somos la tercera generación de la corriente migratoria interna que desplazó de sur a norte peones con los ojos muy abiertos, asalariados que transportaban en sus maletas millones de sueños, recomendaciones de algún pariente y muchas ganas de empezar una nueva vida. En nuestros genes no hay ni una gota de sangre guerrera, pero cuando veo a mi hermano bailar me doy cuenta de que el duende aletea en cada uno de sus pasos, en la posición de sus brazos, en la flexibilidad y armonía de su cuerpo, en ese aislarse dentro de sí mismo para elevarse al momento y demostrar que no se está atado perpetuamente a la existencia, que se puede renovar segundo a segundo el pacto con la libertad, y volar sin miedo a la caída y las lesiones de tobillo. Él tiene sin duda lo que denominan duende y que no es otra cosa que la pericia de convertir en arte el dolor y la alegría, la fatiga, los callados anhelos, la valentía y la lucidez, y todo cuanto perturba o exalta el ánimo.
Entramos en el teatro. Sobre el escenario, la desgraciada Fedra sufría lo indecible por su Hipólito. Me resulta imposible detestar a esa mujer, la mujer que traiciona y miente porque aspira a un amor más grande que el mundo, la mujer que rechaza a su marido Teseo, el héroe. No puedo odiarla. Mi corazón ya no es un cazador solitario.

viernes, 30 de septiembre de 2011

La justicia poética y el mosquito tigre, parte II

¿Y qué ocurre con el padre, el taimado, el celoso guardían, insolente y antipático? ¿qué ocurre con ese hombre de torva mirada, manos gruesas, nariz grande y maneras bruscas? Es difícil adivinar lo que está pensando por su cabeza mientras sube los toldos de la fachada para evitar que el viento, cada vez más potente,  rasgue la tela. Pero de alguna manera entiendo sus razones, mi intuición me dice que para ese padre, el amante de su hija nunca estará a la altura del amor que él mismo la profesa. Porque el amante sólo puede ser amante, lo es por entero cuando ama, y le consta que, en el caso del chico del pelo de pincho, ama con ese amor exigente de la juventud, imperioso, egoísta, que gravita molesto en busca de una vena que llevarse a la boca, como los inclementes chupópteros nacidos de la humedad y la basura. En cambio él... él es capaz de amar la gracia espontánea, las facciones puras de su niña, la gravedad de su rostro cuando la tristeza o la melancolía la atormentan. Y no está dispuesto a dejarla en manos de especuladores, de candidatos imberbes, de jovencitos con el pelo de pincho que rondan como abejorros a la flor más hermosa de su jardín privado.
Su niña se revela con toda la fuerza de mujer cristalizada, lo sabe muy bien, pero él no es capaz de arrancarse una niña, sería como arrancarse una uña, su niña que hace apenas dos años aún llevaba bajo el brazo sus carpetas forradas con los niñatos del super-pop.
La lluvia hace acto de presencia. Tal vez haga desistir al mosquito tigre de la terraza, debe pensar el padre. La lluvia tal vez ahuyentará a ese ser aparentemente insignificante, combativo, tenaz, selectivo en la elección de su presa, vulnerable, molesto, colonizador de territorios ajenos. El mosquito atraviesa la piel para chupar una pequeña porción de sangre cargada de vitaminas. Vitales vitaminas que le permitirán subsistir.
En la terraza del bar, la gente paga sus consumiciones y se levanta de forma precipitada.
Siento lástima y envidia por esa pareja que se queda sola, él pegado a su silla, adorando de lejos a su chica, hostigado por un deseo tan grande como la mediocridad de vivir sin una esperanza cierta, y ella, cobijada bajo el paraguas, situada en la encrucijada de los amores disputados.  Me recuerdan a los protagonistas de "Pájaros de Portugal",  la canción de Sabina: "qué pequeña es la luz de los faros del que sueña con la libertad"
Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido. Seguramente.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El mosquito tigre y la justicia poética, parte I

"Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido", dice un viejo axioma, y cobra de repente  vigencia cuando asisto a una de esas escenas de la vida diaria que obligan a tomar partido, aunque sea de forma indirecta. Un bar de aspecto sencillo, un padre con pinta de bodeguero, imponente, los ojos oscuros, inquisitivos, clavados en la hija joven y guapa que trabaja de camarera en el negocio familiar. Y un chico de aspecto corriente, cara delgada, pelo de pincho y ojos brillantes que miran con cálida expresión de insoportable amor las idas y venidas de la chica. Ella se detiene durante largo rato en la terraza, sirviendo los refrescos, los helados, los tés fríos, el whisky on the rocks, el vaso largo de horchata, el café americano que tanto les gusta a algunos extranjeros. Solícita y delgada, encantadoramente lenta y elegante.  Sirviendo como si se tratase de un ritual en el que ella misma sería consagrada como la diosa de las terrazas de verano de un pueblo con el mar a sólo dos pasos. La tarde transcurre sin sobresaltos, los torsos desnudos o semidesnudos pasean sus encantos y sus sudores por la calle que muere en el paseo marítimo. El tiempo está algo revuelto, y la tormenta se anuncia con señales apenas perceptibles: los animales y las personas están tensas, a la espera; del mar llega el olor crudo, visceral, del pescado, y de la tierra, el tufo podrido de la incipiente, callada rebelión subterránea de las cloacas. En el cielo, nubes espesas, grises y pesadas, suspendidas como una gran malla de acero sobre nuestras cabezas.

El chico tiene el pelo moreno, de pincho, en forma de arco, con la zona de las orejas cortada a cero. De cerca tiene ese aire de rebeldía característica de los que pertenecen a alguna de esas tribus urbanas que a menudo se nutren de los que son o se sienten desplazados. Con gesto resuelto, coge en su mano el vaso de coca-cola y se dirige al dueño del local: "Me lo llevo a la terraza", confirma, señalando el vaso largo que contiene el líquido del color del regaliz. El padre, el amo, le mira con un desprecio que no pasa inadvertido, pero conserva la calma y el dominio de sí mismo. "La terraza lleva suplemento. Un euro", confirma sin pestañear. 
Los clientes del bar, los asiduos, conocemos o presentimos el trasfondo de la historia y ahora nos miramos, incrédulos. De inmediato, el chico con el pelo de pincho se gana nuestra simpatía. Porque no es fácil amar a distancia. Y porque aquel desgobierno, aquella zozobra que envolvía a los dos amantes en la magia tierna de los amores disputados hace que nuestros pechos sientan una bondad que acaricia como una mano delicada; la fuerza de la compasión cala hondo en cada uno de nosotros, y arrastra mareas bendecidas. Durante un breve espacio de tiempo, la tensión del chico es un hilo rojo que tira, que nos arrastra para unir nuestras fuerzas y agarrarnos a esa cuerda invisible que puede salvar in extremis al naúfrago que pide ayuda desde lo profundo del acantilado. Rápido, decidido, el chico deposita un euro sobre el mostrador y se aleja del padre con una orgullosa reserva. La sonrisa de su cara es una espada que corta cualquier resistencia. Pero el padre, ay, el padre, le vigila desde la corta distancia de su trono de rey empeñado en no entregar a cualquiera la mano de su princesa.
Un cliente habitual, con ojos rasgados y rala barba de chivo se dirige al buda, que descansa los brazos sobre el costado sin dejar de vigilar sus posesiones. "Vamos, hombre, son jóvenes", le dice el hombre. Pero el padre, el amo, no contesta. Sigue absorto, aparentemente, en el batir monótono de las aspas el ventilador que cuelga del techo. Pero la vida avanza, y el chico se abre camino entre las mesas, respirando el aire empalagoso y  húmedo de la calle. Por fin se sienta en una de las sillas y mira a la chica, cabizbajo y tímido mientras se se atusa de vez en cuando la cara, nervioso. Se cruzan miradas de amor tan desesperadas, que estoy segura de que todo el universo debe ponerse de su parte, porque la felicidad es un trabajo común en el que todos estamos directamente implicados y porque es una vocación a la que todos, sin excepción, somos llamados.                                                                                          
Espero con verdadero interés, con ansia, que esta historia tenga un final feliz.
Un viento súbito y molesto sacude de pronto los toldos del bar y las sombrillas de la terraza. La bella camarera sigue sirviendo las bebidas. De vez en cuando un "merçi beaucoup" o un "thank you" escapan de su boca, ligeros como una caricia. Él bebe una coca-cola que a esas alturas se habrá convertido en un caldo. Su cuerpo joven, sus ojos, hablan el lenguaje del amor.
Se nos acusa de ser mezquinos, insensibles con el dolor ajeno, con los asuntos que no nos afectan, en  apariencia. Pero basta con una lágrima, o con el sufrimiento callado de un hombre que ama pese a todo, para llegar a nuestra alma. Esto, creo, es justicia poética.
Todos anhelamos que las historias de amor tengan un final feliz. Que los débiles mortales que se enfrentan a su sino o a la fuerza implacable de titanes mitológicos, venzan por nosotros, nos denfiendan al mismo tiempo que defienden su amor, su vida o sus convicciones.