lunes, 14 de mayo de 2012

Frivolidad y otras naderías

-La frivolidad es una forma de desconexión de la realidad. Una mirada que se desliza por la superficie sin llegar a penetrarla.
-La frivolidad no repara en gastos- inútiles, casi siempre-
- Frívolo es todo aquel que sacrifica a la persona en favor del personaje.
-Un frívolo puede ser muy fiel- a un cosmético, a una marca de moda, a la cirugía estética....
- La frivolidad es exigente con la envoltura y displicente con el contenido.
- El frívolo vive de prestado.
- Todo lo banal esconde una profunda carencia.
- Los frívilos suelen dar el espectáculo. Pero su público se aburre enseguida.
- El frívolo sorprende por su capacidad de quererse a sí mismo e ignorar al resto del mundo.
- Si un frívolo adopta un perro es porque le gusta que le traigan el periódico.
- Un frívolo nada en la superficie y nunca se zambulle en el fondo, allí donde las aguas son más frías pero también más puras.
- Un frívolo transita de lo divino a lo humano por caminos muy trillados.
¿"Carpe diem" es frívolo? Depende de cómo se viva el instante.
- Si le niegas el saludo al Rey, ¿eres irreverente, insumiso o simplemente frívolo?
- La frivilidad es el escarceo de la conciencia con un dolor enmascarado.
- Me dicen que no me tome las cosas al pie de la letra pero, ¿cómo podría no hacerlo? Soy escritora.



lunes, 16 de abril de 2012

Finales cerrados, finales abiertos (II)

La curiosidad es un motor que nos empuja siempre hacia adelante. Por curiosidad, el lector devora páginas y páginas escritas. Quiere información, desea saber: sobre el éxito o el fracaso de una empresa, sobre el destino de un personaje, sobre la evolución y transformación de ese personaje a lo largo de la historia. ¡Saber, saber, quiero saber!, quiero satisfacer mi apetito de conocimiento, quiero que alguien responda a las preguntas que genera el texto. ¿En qué acabó la cosa? decimos de forma coloquial, llevados por el ansia de saber más, de saberlo todo.
Por curiosidad emprendemos hazañas heróicas: desde iniciar un negocio hasta responder a la llamada del amor, desde viajar a otros países hasta emprender un viaje interior que puede durar toda una vida.
En la vida y en la literatura nos marcamos objetivos. Algunos se cumplen, otros se aplazan, otros se frustran. Ocurra lo que ocurra, lo importante es la continuidad. Si una puerta se cierra, otra se abre, porque nuestra vida es un gran mosaico que se va construyendo a lo largo del tiempo, y que puede ser contemplado en conjunto o viñeta a viñeta, ventana a ventana. A veces el mosaico es monocromo, uniforme, pero otras veces se enriquece con espectaculares motivos ornamentales. Ese salto cualitativo nos mantiene en vilo, porque todo cambio es una incerteza. Y lo extraordinario sucede en el momento menos pensado; el azar es un fanático de las sorpresas y es capaz de dar la vuelta al guión como si se tratara de uno de esos guionistas que buscan el golpe de efecto a toda costa.
El lector lo sabe, y se sube a la montaña rusa del suspense esperando su recompensa: el apetitoso caramelo del final. Nos gustan las certezas, y los finales cerrados nos ofrecen una especie de guía para transitar territorios personales.
Alguien me contó que al terminar de leer la novela "Cien años de soledad", experimentó un sentimiento de pérdida tan grande, que fue incapaz de abrir ningún otro libro durante aproximadamente un mes. Un mes de duelo en el que se comportaba como un viudo aferrado a los recuerdos felices de su matrimonio, extraditado de por vida de su Macondo del alma y devuelto a la realidad y a tierra firme como un polizonte que se colara de rondón uno de aquellos vapores antiguos que cruzaban el Caribe mientras los Aurelianos y Amarantas y Remedios la Bella se quedaban por siempre en la otra orilla.
Algunos finales nos marcan de por vida. Pero no hay que olvidar que existe ese otro medio mundo que piensa que los finales cerrados pueden ser muros que nos impiden ver lo que hay tras ellos, que nos cierran el horizonte. Ellos prefieren guardar la guinda del pastel intacta, cerrar el libro e inventar su propio final. ¿Y si la liebre -la del principio, la que todos los escritores perseguimos- fuera una princesa víctima de un hechizo del mago Merlín? ¿Y si lograra convencer a su perseguidor de que es el último ejemplar de liebre sobre la tierra?
En esa franja ancha que va de lo posible a lo realizado, en ese espacio abierto a la imaginación y las pesquisas podemos encontrarnos a gusto. Lean si tienen ocasión el cuento de Sherwood Anderson titulado "Las manos", que pertenece a su libro de relatos "Winnesburg, Ohio". Comprenderán muy bien de lo que estoy hablando.
Y si no pueden leerlo, recuerden que todo puede ser reescrito, sobre todo los finales, algunos de la vida, y desde luego, los otros. ¿Y si Caperucita no era la cándida niña temerosa del lobo, sino una guarda forestal que esconde en la cesta una Smith and Wilson con la que dispara al pobre animalito, perplejo y desarmado? ¿Y si la Bella Durmiente, al despertar de su sueño secular, dicide emprender la carrera de investigadora y acaba fabricando el colchón más cómodo y más ergonómico y más maravilloso de todos los colchones?
Los finales cerrados pueden ser muros que nos impiden ver lo que hay tras ellos, que nos cierran el horizonte.
Y cuando nuestras vidas lleguen a su fin - porque ese final ya está escrito- siempre seguirá habiendo alguien dispuesto a cazar liebres, o gazapos, o gamusinos, a cazar historias a lazo, o con tirachinas, o con escopeta. A mano o a máquina.

viernes, 23 de marzo de 2012

Finales cerrados, finales abiertos ( parte I)

El mundo se divide entre los que prefieren los finales abiertos y los que prefieren los finales cerrados. Aunque la vida no siempre permite elegir el tipo de final que desearíamos. Por el contrario, a veces nos impone finales precipitados como coitus interruptus, finales trágicos, previsibles o imprevisibles. Y luego hay que volver a comenzar. Sin comienzos no hay finales, como no hay noche sin día.

Algunos finales se preparan concienzudamente, otros se toleran con resignación, otros se padecen, otros se gozan. Nos llueven finales a diario, y no siempre llueven a gusto de todos. Y, pese al papel que juega el azar, la buena noticia es que podemos intervenir en el The end y ver cumplidos nuestros sueños. Incluso aquellos que soñamos cuando tenemos los ojos abiertos.
En literatura ocurre algo parecido, porque la literatura es un campo de pruebas de la vida, un laboratorio en el que se procesan ideas, experiencias, sentimientos, conocimientos y poco más. Las combinacíones resultantes son tantas como el número de escritores. Y en este segmento de la población también hay - cómo no- los que prefieren los finales abiertos y los que prefieren los finales cerrados.
Pues lo cierto es que los escritores perseguimos liebres, aunque no siempre las cazamos. Eso sí, a todos nos gusta verlas correr, avanzando por un entorno más o menos bucólico, huyendo de los depredadores, esquivando el tiro con su cuerpo elástico, su astucia y su velocidad proverbial.
Acabar un relato o una novela con un final cerrado es como cazar esa liebre esquiva, apetecible, atlética.
Pero hay ocasiones en las que a mí, particularmente, no me interesa conseguir ese trofeo, sino dejar correr la liebre, observar su comportamiento, su fatiga animal, detenerme en las escaramuzas, en los regates a campo abierto, en el suspense, la tensión y el fuerte vínculo que se establece entre perseguidor y perseguido. Me interesa ese momento único en que nuestras miradas se cruzan y comienza la persecución. Cuando ella, la liebre, me atrapa con su encanto de pieza única, con sus tiesas orejas, sus patas velocísimas, sus músculos entrenados. Durante un tiempo corremos en la misma dirección; luego se me escapa, luego aparece de nuevo tras un arbusto o en lo alto de una loma. Yo voy siguiendo su rastro estimulada por la adrenalina, con el arma pegada al cuerpo, sirviéndome del olfato, el instinto, la habilidad. Sabiendo que la liebre no sólo es la liebre, sino todo lo que representa: el ansia de libertad, la lucha por la supervivencia, la continuidad de un mundo poblado por hermosos seres veloces que nos retan.
Como cazadora vocacional, mi ánimo oscila entre el temor al fracaso y la esperanza en el triunfo. Lo cual no es malo, pues ese punto de tensión permite lanzarse al vacío y no morir en el intento.
Pero, ¿qué ocurre a veces? Pues ocurre que no quiero perderme nada y -juro que no lo busco de ninguna de las maneras, sino que simplemente ocurre- entonces yo puedo ser unas veces liebre y otras veces cazadora. Se trata de un desdoblamiento, o tal vez de una escapatoria. Quien escribe conoce sin duda los puntos de fuga, las dobles vidas y todos esos fenómenos paranormales que suceden de forma normal mientras escribimos. Se podría decir que, en un juego de identidades intercambiables aceptado de antemano, adoptamos otro punto de vista, otra identidad. 
Pues bien, desde el punto de vista de la liebre, ser cazada no es un final feliz. Y desde luego es un final previsible y hasta soso. Se ha cumplido un objetivo, lo cual está muy bien,  pero la liebre ha muerto. Punto final. Y el punto final duele a veces. En la literatura y en la vida.

miércoles, 15 de febrero de 2012

El señor Keuner y el café de los espejos.

Se preguntaba Bertolt Brecht, en voz de su astuto y cortés personaje el señor Keuner: "¿Cuáles son los mejores hijos? Y acto seguido respondía : "los que hacen olvidar al padre". Hablaba sobre el estilo en literatura, que es como hablar sobre el estilo en la vida.
El señor Keuner sería un buen partenaire en el "café de los espejos"- que me perdonen en Marrakech, donde hay uno precioso, coqueto y oriental- pues aquí también tenemos un lugar mágico, recoleto y sin malos humos donde un pequeño grupo reflexiona y se interna por un camino sin atajos, buscando avanzar a través de la palabra, sin compromiso, como si se tratara de un paseo, mientras en los espejos flota una leve bruma azulada, el vapor clamoroso de la cafetera y el aliento excitante de la aventura. Este grupo de valientes acepta retos temerarios, se despoja de bufandas y prejuicios y frente a una tetera panzuda ve desfilar personajes tan reales que prestan su energía y su voz, su mirada y sus ansias de sobrevivir, de perpetuarse en el recuerdo como si se tratara de un pariente cercano, el más querido de todos. En esa atmósfera de sueño, en esa ausencia del mundo, de tanto en tanto aparecen los objetos perdidos que todos buscamos afanosamente en el fondo de nuestra alma.
Ellos, el pequeño grupo, no sabe -o tal vez sí, tal vez sospecha ya- que su búsqueda y sus incertezas son también las mías y que sus hallazgos nos acercan cada vez más a una libertad deslumbrante, sólida como sólida es la libertad en estado de gracia.
El estado de gracia puede ser un estilo de vida; al menos, yo desearía que se convirtiera en un estilo de vida. Comprendo también que el estado de gracia tiene carácter efímero, y por eso lucho- luchamos- con todas nuestras fuerzas para prolongarlo. En este café ensayamos para lograrlo, como se hace con las buenas obras de teatro. El estado de gracia necesita un buen atrezzo y un elenco de actores de primera fila. Y por suerte, disponemos de ambas cosas. Por nuestro café desfila un Borges con sabor a yerba mate que un sábado nos dejó boquiabiertos con su disco de un solo lado, que sólo en las manos de un descendiente de Odín conserva su magia. Y desfila de vez en cuando Sepúlveda, que porta la taza del amargo café del desencuentro, y también Sherwood Anderson, quien nos sirve manzanas al horno, pero no unas manzanas cualquiera, sino esas arrugadas manzanas de Winnesburg que conocen y aprecian los que aman sin sobresaltos. Sobre la mesa de formica llena de papeles, cuentos y proyectos de cuentos planea la sombra burlona de Javier Tomeo, mientras fuma en su pipa de espuma y nos habla, socarrón, de hombres y mujeres que tropiezan, padecen reúma y son asimétricos, o decididamente monstruosos, de hombres y mujeres que producen ternura y/o asco, y de sus muñones ensangrentados, de sus almas mutiladas y listas para salir a la vida. Cortázar, el gigante Cortázar, sabe a café melée tomado en el Bateau-Lavoir mientras contempla extasiado a las señoritas de Avignon o mientras cruza el Sena junto a la Maga. Clarice Lispector sabe a bombón nadando en licor de cerezas, a niñas sabias sentadas en un alto taburete giratorio degustando un batido de chocolate con su papá frente a la barra brillante como la plata de los domingos . Chejov es un gran reconstituyente, una bomba antioxidante, como se dice ahora, que debe tomarse a menudo y en dosis pequeñas, como si se tratara del licor ardiente que toman los hombres de la estepa rusa. Hombres que conservan en su boca el sabor de los besos equivocados, besos que transformaron al soldado de su cuento. Sergi Pámies sirve un gintonic bien cargado a aquel borracho irredento que nos caía tan bien porque todos hemos sido alguna vez adictos y no pudimos desengancharnos.
En el café las horas transcurren muy deprisa, porque en sus mágicos espejos se multiplican las figuras de maestros que velan por nosotros, por nuestros indeseados borrones, pérdidas de memoria, vacíos existenciales o creativos. Y nos llevan lejos, muy lejos, más allá de la bruma azulada y el misterio.

viernes, 27 de enero de 2012

"Las iglesias son para el verano, parte II

Me gustaría cantarle a mi padre con la lírica intemporal, gloriosa, de Jorge Manrique. Hablar de esos ríos caudales, y medianos, y más chicos, que van a dar a la mar. Pero el mar siempre me pareció dramático y esplendoroso, inabarcable, titánico, y provoca en mí ese miedo a la eternidad del que habla mi querida Clarice Lispector en una de sus crónicas. El mar corta la respiración y deja el corazón aturdido, con esa mezcla difusa de espanto, bienestar, ferocidad, repulsa y sentimiento de acogida.  Tal vez porque contiene tantos y tantos ríos de aguas revueltas y tranquilas, profundas y purísimas, porque contiene tanto lodo y tanto pez hermoso.
Con la lucidez del dolor, que crea horizontes esperanzadores y rellena espacios huecos para soportar su propio peso, recuerdo que ésta no es la única muerte que segó la vida de mi padre, aunque tal vez sea la definitiva. Él, como todos nosotros, sufrió varias muertes a lo largo de su vida. De algunas se repuso, de otras, creo que no. Algunas las desconozco, porque cada uno es dueño de sus propias muertes y a los demás sólo nos queda contemplar sus secuelas. Otras quedaron sumergidas bajo la capa de la soledad, tan fina y peligrosa como la capa de hielo que cubre en invierno algunos ríos, y finalmente mutaron hacia estados agudos del alma que no se curan con calmantes.
Mientras se cierran las puertas de la iglesia- mi querida iglesia de piedras berroqueñas, hermanas de las que labraron las manos de mi padre-y recibo los besos del pésame y los abrazos de la compasión, mi cuerpo se defiende, se recupera, confortado con el calor de los rayos de un sol suave como la miel de eucalipto, plantado en medio del azul profundo del cielo de Castilla, que es un mar disfrazado de cielo.
Las iglesias son para el verano, me digo, definitivamente son para el verano, o para la primavera, cuando pueden habitarse como auténticos refugios, y cuando ejercen una fascinación colectiva en las multitudes congregadas para celebrar el lado hermoso y los ciclos gozosos de la vida. Por eso, sobre las baldosas de piedra que piso y sobre los arcos abovedados que me cobijan llovieron tantas veces confites, arroz, pétalos de rosa, ramos de novia y besos de amor santificado. Por eso, y porque las iglesias son estaciones de paso, y nos permiten subirnos a trenes de largo y corto recorrido, y nunca nos parecen estáticas, aunque estén hechas de piedra y resistan el paso de los siglos.
Espero el último abrazo de mis paisanos después de acompañar a mi padre a su última morada, y entonces me encuentro con Alfonso y su jaula de ruiseñores forrada con tela a cuadros blancos y azules, como los paños de cocina. Alfonso es una persona entrañable, es como el personaje de Los Santos Inocentes, pero mucho más ingenuo y desvalido. En lugar de su Milana Bonita, él tiene pájaros cantores que cuida como si fueran sus hijos. Alfonso es un Paco Rabal, espléndido, aunque sin tanto desaliño, sin los pantalones atados a la cintura con una cuerda. Cuando veo que viene hacia mí extiendo los brazos, pero él me reservaba una sorpresa y un regalo más importante que el abrazo solidario. Alzó la jaula, la abrió ante todos los presentes y mirando hacia el sol de diciembre, dejó volar a la pareja de ruiseñores, jóvenes e impulsivos, con su plumaje pardo moteado, que debieron nacer en primavera. Le doy las gracias con lágrimas, que es la forma más sincera que conozco de dar las gracias, y luego estiro los brazos hacia el cielo, confiando en la bondad de la naturaleza.
Tal vez un día ellos serán padres, y volarán libres y criarán unos hijos sanos que alegrarán al mundo con sus trinos.

domingo, 15 de enero de 2012

Las iglesias son para el verano, parte I

Me gustaría tener el talento de Jorge Manrique para cantarle a la muerte de mi padre; pero como eso no es posible, lo haré a mi manera, escribiendo unas líneas que expresen alguno de los múltiples significados de esos "soplos" o revelaciones de la conciencia alterada que ocurren cuando alguno de los nuestros fallecen.
Mi padre murió un lunes de diciembre, cuando la Navidad estaba limándose las uñas para fagocitarnos con su estrépito, sus destellos instantáneos,  su lujo burgués adoptado y adaptado a los bolsillos con jaqueca. Él se libró de todo eso sólo por unos días. Se libró del cava, las uvas atragantadas, los empachos de parabienes, las heladas de la Meseta y las mafias de la publicidad atacando por la retaguardia, disparando hacia el núcleo de los deseos más o menos confesables.
Un martes destemplado le acompañé por última vez a la iglesia, mientras el aire helado rozaba los arcos del atrio con sus brazos barrocos y rudos. La iglesia era fría, yerma, como esas casas de fin de semana o esos refugios de montaña que, con su modestia franciscana, apenas dejan un resquicio por donde se cuela la esperanza y el calor de hogar. Aquel día hacía tanto frío, que no pude desprenderme del gorro de lana. Esa prenda protegía mi cráneo y me hacía sentir como me sentí hace mucho tiempo, cuando era una niña que salía a la vida con las orejas calientes y el alma inquieta. Tal vez te falté al respeto, padre, con mi gorro audaz, que abrigaba y confortaba como si yo fuera el hijo pródigo ungido a su regreso. Tú, que eras tan friolero, sabrás perdonar mi osadía.
Mientras el sacerdote leía versículos de Isaías y su aliento fluctuante se perdía entre los pétalos de los crisantemos, noté un dolor agudo en las costillas. Era el frío de la pérdida. Sentada en el banco compartido, duro e incómodo pensé. ¡La vida es tan rápida, y las manos son tan torpes para pedir, tan torpes para recoger, que voy a ser codiciosa, voy a pedir vivir despierta!


 

lunes, 2 de enero de 2012

Fragmentos

"Somos espejos; a veces somos espejos negros como los que utilizaban algunos pintores como Picasso para descansar la vista borracha de colores; a veces espejos transparentes que devuelven el reflejo nítido del que se contempla"

"Cuando noto que todo a mi alrededor flota como niebla espesa, como sonido agudo que presiona sobre los tímpanos y amenaza mi equilibrio, necesito salir de inmediato del empacho de mismidad, tocar las cosas con las manos, aferrarme a las personas, a todo cuanto contiene márgenes delimitados; necesito dejar de especular con las nubes, con esa coreografía confusa que no carece de encanto ni de falso movimiento, pero que esconde los peligros de los callejones sin salida, de las trampas con las que nos seduce la mente para enmascarar el vacío".

"Si la vida es una carrera de fondo, prefiero correr pensando que la muerte no es la meta,  sino una etapa a superar".

"El fuego destruye y purifica. La fuerza de la energía se expresa con una dualidad permanente".

"Tal vez no puedas enseñar a un niño a ser feliz, pero puedes aprender a ser feliz observándole".

"Para conocerte, necesitas hablarte de tú a tú. Sólo entonces tu espíritu superará las barreras, incluso las que tú mismo alzaste".