La telaraña en el rincón.
Entre la crueldad y la ternura, entre la nostalgia y
el júbilo. Así oscilan los versos que más me gustan.
Hay miles de ejemplos; de Elisabeth Bishop, de
Auden, Gustavo Rojas, Miguel Hernández, Emily Dickinson, Anne Sexton, Mary
Oliver… Busco la veta negra y la veta magenta que me conduce a las gemas de sus
versos. Ése que se desploma y se alza, que oscila con su cántico de cristal
rosado para atravesar un tiempo que se desea eterno.
En su torpeza, o pese a ella, el hombre trama
deliciosos mecanismos que le permiten atisbar destellos de lo divino, o poner
un pie en el volcán de cenizas vivas de los sentimientos. Para ello inventa
estrofas que son música callada- Juan de la Cruz lo sabía decir mejor- y que
nos acercan a la simpleza del espíritu, allí donde habitan desde siempre las
canciones y los versos. Poseen estos el calor de un rayo de luz viajando desde
la ventana con la danza antigua de las mariposas, para penetrar en los
párpados, y hacerse tinta y moneda de oro.
El verso impresiona por su sencillez, que lo hace
accesible a cualquier oído, a cualquier corazón que esté abierto. Pues aún
creyendo que no se comprende, se ha comprendido.
La poesía es sorprendente y delicada como la
telaraña en el rincón. Humilde, solitaria, tejida con los retales sobrantes de
las primaveras y los otoños. Dejen que las arañas hagan su trabajo. Las arañas
predadoras, con toda su mala prensa, con su trampa sutil para atrapar insectos
incautos, las arañas, con sus patitas negras, baila sobre el pentagrama de seda
y babas antes de caer sobre sus víctimas. Hace su trabajo lo mejor que sabe. La
vida le premia con comida. Miro muchas veces esa tela de araña, me sorprendo de
las lluvias y los vientos en contra que ha debido soportar. Pero al final, con
su tesón, deja un hermoso traje labrado y primoroso. Así es como son atrapadas
las palabras, como la araña que mira atenta a su alrededor aunque el silencio
desmiente su afán. Así, con un hilo de trajines que puede romperse al menor
descuido.
En la poesía hay tanta verdad, que a menudo notas
que se hunden tus pies como caminaras a lo largo de kilómetros de arenas
doradas mientras las olas no dejan de excavar y excavar hasta que lo firme es
hundimiento, y lo cálido, un frío cosquilleo reconfortante.
El amor, cómo no, tiene mucha cabida en los poemas.
Es un tema inagotable, porque amantes hay muchos, pero el amor es siempre el
mismo, con su base de cieno y su cielo firme. Buena parte de los poemarios
están hechos con este material incandescente; pero ocurre que ese amor que un
día fue diversión, arce plateado, ya no brilla con la intensidad de antes, ni
se mecen sus hojas con la gracia de una bailarina oriental. Y entonces…entonces
incluso puede ser mejor. El poeta buscará el consuelo de un poema sin rima en
el autobús de vuelta a casa entre apretujones y pitidos sordos de estaciones.
¡Ah, el poema, qué sorpresas nos depara! En mitad de
ese paisaje a veces brillante, a veces oscuro que es el poema, sobreviene de
pronto el silencio. El silencio que no va seguido de ningún signo. Al final de
algunos versos hay un silencio que te clava en la silla. Un silencio que late
como un adolescente apoyado en una barandilla en la cima de una montaña suiza. Por
eso los versos son redondos, o cóncavos, para dejar espacio al silencio, y para
que por ellos resbale el tiempo sin detenerse ni tropezar.
El verso surge de conversaciones o diálogos
imposibles o bien de sencillos conceptos atrapados al vuelo. También de
monólogos que se ordenan y se desordenan creando ese caos luminoso que nos
atrapa. Pero puede surgir a partir de cualquier elemento imprevisto. Por
ejemplo, este pequeño poema surgió de la contemplación de una cara.
Una tarde de viento y biblioteca
estuve sentada frente a Abraham Lincoln.
En realidad era un chico con barba turbadora
y ojos que redactaban informes de empresas
a punto de quebrar.