Es un
rincón apacible, situado a escasos metros de la playa. Flanqueado por palmeras
niñas, con aspecto sano y en proceso de adaptación, y por un grupo de
eucaliptus aromáticos que parecen un gigantesco rebaño que pace aparte. En el
centro, un tupido techo formado por las hojas de las moreras, que se mezclan
con pinos adultos, admirables en su sencillez, con el verde oscuro de sus ramas
puntiagudas formando conjuntos redondos.
La
abundancia es lo primero que llama la atención. Abundancia de luz y de sombra
en equilibrio, de azul y de verde, de formas sinuosas en los troncos de los
pinos, la mayoría de los cuales se inclina en dirección a la montaña de una
manera que seguro no es casual. Sentarse en el suelo es la mejor forma de
vivirlo. Desde esta posición miras el mar, y el agua se acerca, tus ojos lo han
desplazado aunque siga estando en la misma línea limpia y azul, y solo las olas
rizando el horizonte sugieran el movimiento incesante que propician las mareas.
El mar y el cielo han sido descubiertos como si tu mirada descorriera una
cortina invisible. La tierra y el aire, el sol y las nubes, captados en un solo
proceso, en una abertura del cuerpo al deseo de existir. Los cinco sentidos
festejan el deseo de existir.
Abundancia
de material en el suelo. La arena se mezcla con la tierra mullida sembrada de
pinazas, hojas de eucalipto y moras pisoteadas. Tapiz multicolor para la ginesta.
Riqueza, dones, prodigios.
Buscamos
prodigios, nos enredamos en fútiles argumentos y actos banales que concluyen en
un mundo de fantasía que se desmorona dejándonos el amargo sabor de la
derrota, sucumbimos a ideales
pretenciosos, porque necesitamos demostrarnos que merecemos algo más, que la
felicidad está a nuestro alcance. Pero a menudo nos confundimos en la manera de
lograrlo. Rincones como éste pueden ser un punto de partida.
Los
árboles proporcionan sombra, calma, aroma y cobijo. Sus ramas se alzan como las
manos que imploran o como los brazos que se ofrecen para ayudar. Entre la
tierra y el cielo, en silencio o en un susurro sutil como una caricia,
desgranan un esplendor vertical que es un manifiesto de integridad, de promesas
que se alargan, que se insinúan, que nos alcanzan mientras van al encuentro de ese
sol que da vida. Cuando estás bajo su amparo te das cuenta de que nos sostiene
el pasado, cuyas raíces, con múltiples vericuetos, se ocultan bajo la tierra.
Que nos lanzamos hacia el futuro segundo a segundo, con la avidez de las hojas
y las ramas. Y que entretanto vivimos ese presente fugaz como la trayectoria de
un pájaro que emprende el vuelo sin apenas rozar el ramaje.
En esta
época del año- primeros de junio- las moreras están cargadas de moras negras,
de moras rojas y de moras blanquiverdes. El sabor de las moras negras es muy
dulce, casi empalagoso. La textura de la pulpa es blanda, gelatinosa, agrupada en racimos; la
naturaleza duplica simetrías, y el fruto de las moras recuerda un poco a los pezones femeninos. Pues así como la manzana es masculina- Eva lo
supo desde el primer mordisco- la mora es femenina, sensual, su sabor se extiende por las papilas gustativas
y sus granos redondos y diminutos se quedan entre los dientes y los colorea de
morado. Es casi imposible coger moras de una forma aséptica, las moras tiñen
los dedos y las uñas. Su esencia se queda en la piel como prueba irrefutable de
una gula refinada.
Un
padre con su hijo pequeño pasan a mi lado y me saludan. El padre extiende
después la mano y señala el vasto terreno que se muestra ante sus ojos. Éste es
un sitio estupendo. Espero que siempre lo respetes, y no se te ocurre tirar
nada al suelo. El niño, de unos siete u ocho años, atiende con seriedad y luego
asiente con la cabeza. A ver, cuál es el árbol que más te gusta, continúa el
adulto, sin duda animado por la buena acogida de su recomendación. Ése, dice el
crío con total seguridad, y se acerca a un pino que tiene una altura
considerable. El padre lo sigue. Muy bien, hijo, has hecho una buena elección,
asegura. Luego pasa la mano por el tronco retorcido y rugoso como la piel de un
elefante; enseguida el niño lo imita. Se muestra contento con el descubrimiento
táctil. Sonríe y mira a su padre agradecido. De pronto, se aparta ligeramente
para contemplar el árbol desde cierta distancia. Quiero subir ahí, ¿Por qué? ,le pregunta el padre. Ya lo has visto. Lo has tocado. Con eso es suficiente. No sé, contesta el
pequeño. Pues entonces, vámonos. Si no sabes por qué quieres subirte al árbol,
vámonos. Lo toma de la mano con decisión, lo arrastra fuera del círculo que
traza la masa vegetal del pino. La lógica aplastante del adulto crea un vacío
difícil de abarcar. Pero el crío no se resigna a marcharse sin alcanzar la
cúspide. Veo en su carita las señales del tormento. Trata inútilmente de
explicar por qué desea tanto subir a lo más alto del árbol. No lo encuentra, o
mejor dicho, lo sabe pero no puede explicarlo. Los motivos son tan numerosos como inexplicables, tan llenos
de matices que no siempre se pueden verbalizar. No siempre se deben verbalizar
los motivos del deseo cuando son una abertura de nuestro cuerpo a algo más
grande, como es el deseo de existir. A veces, es mejor sentir el escozor y las
cosquillas.
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