Audaz como si hubiera sido agraviado, continuó su
excitante persecución, abandonando la playa. La vio pasar por las calles de
baldosas relucientes y por plazas que desprendían un profundo aroma a raíces, a
tierra y a estercolero. Ella seguía caminando sin saber que dos hombres sufrían
por ella. Al llegar a una floristería se quedó observando los cubos de flores y
las macetas que llenaban parte de la acera. Un hombre joven que acababa de
salir del establecimiento le dedicó una amplia sonrisa y luego le regaló una
rosa sacándola de uno de los cubos de cinz llenos de flores a rebosar. Ella
agradeció el regalo depositando un beso en la mejilla del hombre. Acercó la
rosa a su nariz y la olió profundamente.
Sus cuerpos se habían acercado bajo las guirnaldas de jacintos y siemprevivas que
serpenteaban sobre sus cabezas. No había tulipanes, o al menos él no podía ver
ninguno desde el lugar en el que se encontraba. En cambio, en la larga mesa
situada en el centro, las flores de azahar se apretaban en un jarrón como
pensamientos atropellados; cabezas decapitadas de crisantemos componían una
corona tupida y redonda en el escaparate.
Lucía estaba feliz en aquel lugar. ¡Le atraían tanto las flores, que
vendía besos a cambio de una triste rosa!
Augusto notó el latigazo de los celos golpeando insistente. Le daba rabia sentir tanto amor desperdiciado, que hasta la saliva le sabía a ceniza. Sorprendido en su infelicidad, se abandonó a este nuevo sufrimiento que le dejaba una señal silenciosa, el vivo escozor de una quemadura que deja huella en la piel y en la memoria.
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