“A su alrededor, podía observar una pequeña muestra del
denominado “tejido social”, desde el parlanchín que no paraba de hablar por el
móvil, hasta el buscavidas, el que no tiene más remedio que vivir, o malvivir,
de su arte, hasta el chaval que se
esconde en el baño para fumarse un porro, o el sudoroso padre de familia que se
afloja el nudo de la corbata y posa su mirada triste y melancólica sobre las
nalgas prietas de una chica con tejanos cortos. Después de todo, no tenía tan
mala suerte. Podía estirar discretamente sus largas piernas y ocupar una parte
del pasillo, o bien podía ceder su asiento a aquella señora mayor que esperaba
ansiosa una plaza. No tenía mala suerte, pues no viajaba en transporte público
por necesidad, sino por gusto.
Miró por la ventanilla. En el tren, las prisas se diluían
en el tono suave del atardecer que coloreaba el agua con un esplendor
somnoliento. Había que estar muy atento para descubrir el elemento perturbador,
la china en el zapato, el espacio vacío entre los dientes, la fatiga y la
ansiedad. Apenas una sombra en las miradas, apenas un movimiento oscilante, una
palabra de queja o de duda daban la
medida del enorme esfuerzo que supone la vida”.
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