jueves, 15 de noviembre de 2012

Una vida bohemia, parte II



Rodrigo, de nombre épico, tiene un apellido ilustre, una familia que dejó de hablarle tras intentar sin éxito redimir a la oveja descarriada y sin ánimos de volver al redil. A él ese desdén no parece afectarle demasiado, o tal vez  es el precio que paga por ser diferente, pues sin duda lo es. La razón, esa vieja embustera, no puede secuestrarle, ni seducirle. Ha aprendido a agudizar los sentidos, a potenciarlos, a servirse de su nariz para captar las mínimas diferencias, los cambios de una realidad que se evapora y muta con una rapidez increíble. Pues en el fondo Rodrigo es un artista trágico, dionisíaco. Pero a diferencia de otros artistas, que luchan para que el estilo les sobreviva, él lucha por sobrevivir a su propio estilo, aunque sepa que ésta es también una batalla perdida.
Aunque él mismo reconoce que si algo debe agradecer a su familia es la educación que le dieron. Eso siempre está de algún modo presente, a veces de forma fastidiosa y desaprovechada. Ahora bien, él no comulga en absoluto con los ideales burgueses- y se encarga de demostrarlo cada día- : la moralidad y los valores de esa sociedad no encajaban con sus aspiraciones a vivir una vida bohemia, y esa especie de alerta moral permanente sólo le aportaba pérdida de energía y de individualidad.
De todas formas, la sangre que corre ahora por sus venas es sangre embotellada, transfusiones diarias de un rojo y dulce elixir que en ocasiones parecen mitigar ese dolor íntimo y agudo que él confunde -es más fácil penetrar en la forma que en el fondo- con una fastidiosa resaca.
De la que se recupera con un humor envidiable, aunque la procesión vaya por dentro.  "Me río de Janeiro", suele decir con retranca y escepticismo, dirigiéndose al loro del Corinto, al que él mismo bautizó con el nombre de "Viernes" en honor al esclavo de  Robinson Crusoe. A lo que el loro le contesta como un eco beodo: "Janeiro, Janeiro".  Entonces Rodrigo le deja en la jaula unas pipas de calabaza y se queda allí esperando a que el ave acabe de comérselas tras pelar las cáscaras con su potente pico. "Lo de Robinson Crusoe con el loro es el ejemplo de amistad entre el hombre y los animales más intensa que conozco", dijo un día.- Porque en vez de comerse al loro, el tío prefería enseñarle a hablar. No me digáis que no es una historia bonita" Todos estamos de acuerdo. Si un día somos náufragos, nos gustaría tener a un simpático loro en nuestra pequeña isla para enseñarle a hablar y para no sentirnos tan solos.
Pero volvamos a su propia historia, tan azarosa en algunos aspectos como la de Robinson Crusoe. Un día Rodrigo estaba llorando como un niño. Era la primera vez que le veía llorar, y la causa parecía anodina y algo estúpida. Acababan de robarle los zapatos. Su relato fue así: Se había quedado dormido en un banco, pero antes decidió descalzarse porque los pies hinchados le ardían y estaban ásperos como una lija de andar de acá para allá. Se quitó los zapatos y enseguida el sueño acudió como una bendición- eso fue lo que contó, y yo le creo, me lo imagino con el cuerpo enroscado, bajo la sombra de un árbol frondoso en un parque frecuentado por niños, delincuentes y ancianos ociosos-. Estaba tan distraído, tan dentro de sí y de su sueño bendito, que se olvidó de todo, incluso de una de las reglas más importantes para sobrevivir en la selva de asfalto: nadar y guardar la ropa. Cuando despertó, comprobó con rabia que se habían llevado sus viejos mocasines, por lo que no tuvo más remedio que ir andando descalzo hasta el bar, donde alguien le prestó dinero para comprarse unos nuevos.  "Me robaron la dignidad, lo último que me quedaba. ¿Cómo puede un hombre sin zapatos llegar a ningún sitio?"- dijo, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Era una queja muy sensata. Un tratado de filosofía para uso comunitario. "Pero Rodrigo, tú llegaste al Corinto, y eso que no tenías zapatos", le dije, a sabiendas de que aquel bar es lo más parecido a un hogar para quienes llevan una vida bohemia. Él reconoció que era cierto, que había llegado hasta allí, pese a estar descalzo.
Así es que esta vez alzamos nuestras copas y brindamos en honor al poeta persa, pero sobre todo, en honor a Machado, quien dejó escrita esta sentencia:  "Que la vida es breve y, además, no importa".

viernes, 26 de octubre de 2012

Una vida bohemia, parte I

Leyendo los versos que Omar ibn al Jayyam escribió en su obra "Rubuiyat" me acordé un día de Rodrigo,  una gran persona, un ser humano que encarna una visión de la vida muy peculiar . Decía el escritor y matemático persa en uno de sus poemas:
"¡Oh, dulce amada! Llena la copa que hoy liberta
de dolores pasados y nuevas inquietudes.
¡Mañana! ¿Y qué?
Mañana, si mi vida despierta
siete mil años idos llamarán a mi puerta"
Su nombre es Rodrigo, pero podría llamarse Juan, o Francisco, o Pablo. Aunque, pensándolo bien, ese nombre que le fue impuesto define muy bien su talante y su genio.  Al pronunciarlo, las "erres" se encasquillan entre la lengua y los dientes, o se pegan al paladar como sollejos de uvas verdes, dejando en la boca un sabor agridulce, como el propio Rodrigo.
Si te pasas por el bar Corinto puedes verlo allí al caer la noche, charlando y riendo con los amigos y bebiendo hasta agotar los últimos céntimos de su bolsillo. Los amigos a veces le invitan, sin cuestionarse si hacen bien o mal fomentando su vicio. Además, si estás en el Corinto es porque has dejado afuera tus reservas acerca de la moralidad y también de la calidad de los licores. Si estás en el Corinto es porque crees que la dignidad es un valor subjetivo, que no tiene tratos con la templanza ni con las expectativas de futuro.  Todos desean- deseamos- que se quede un rato más, una hora más, hasta que el dueño del bar comience a mover sillas y a barrer bajo las mesas como un aviso incuestionable de que ya es la hora del cierre. "La última ronda, Rodrigo", le dice alguno de los habituales, y él sonríe y la acepta encantado, y bebe con valentía  y ansia en honor a la amistad y a la vida, a la perra vida que ni le abandona del todo ni le acompaña gentilmente, como creo que se merece. Pero él no es derrotista, ni mucho menos. Tiene la lucidez amarga y florida del que está de vuelta de muchas cosas, y cuando todo parece perdido, sabe dar un giro a la situación y a la rueda de la fortuna, o a lo que él entiende por fortuna. De tanto en tanto se ingresa a sí mismo en alguno de sus "hospitales de mujeres", como él dice. Sus mujeres, sus amigas, se turnan para cuidarle con lealtad profana en sus recaídas, para ayudarle a ganar unas libras de carne, esos kilos que se le resisten porque lleva una vida "bohemia" y apenas tiene hambre, sino solo sed, una sed que le roe las entrañas. Porque la solidaridad funciona a unos niveles más que aceptables en el entorno de Rodrigo. Es el "hoy por ti, mañana por mí" de los que viven en el filo de la navaja, de los funambulistas sin sentido del equilibrio. Y cuando vuelve de sus hospitales de mujeres al Corinto es un hombre nuevo, dispuesto, eso sí, a tomarse la última junto a los demás parroquianos, tan insignificantes y resecos para la sociedad como las uvas pasas.
Ellos no hablan de Hegel, ni  escuchan a Strawinsky, desde luego. Son bohemios a la fuerza; la mayoría no conoce París, ni siquiera sueñan con viajar, sino con billetes de lotería premiados que les permita continuar con su vida bohemia. Otros sí, otros han viajado a París un fin de semana con la parienta, o con la novia, y lo explican como si hubieran dado la vuelta al mundo. Se jactan de ello como lo haría un viajero que hubiera cruzado el río Amazonas, o recorrido la Panamericana hasta llegar al Polo Norte.
El brillo del cristal de las copas les hipnotiza, y por eso apuran hasta el final el elixir de la eterna borrachera. Están en el paro o a punto de engrosar sus listas, les faltan dientes, o exhalan un aliento cargado, se enredan en peleas tontas que pueden subir de tono pero que no llegan a las manos casi nunca, cuentan chistes y se ríen hasta de su propia sombra. Hablan poco del amor, del que se mofan como si se tratara de una cursilería propia de blandos. Y es que en el fondo lo consideran tan serio, que no pueden hablar de él si no es en broma. Fuman de forma compulsiva a las puertas del Corinto, iniciando charlas con conocidos o desconocidos que comparten su mismo placer, o su grito de guerra: "¿Qué te metes don Quijote, p'a luchar con los molinos?", recordando lo último de Melendi.
Charlas que se apagan con la última calada. Pero antes, expulsan el humo al cielo, hacia esa luna tan solitaria y tan blanca perdida en el negro cielo, mientras el cigarro se consume y se convierte en ceniza, como la mayoría de sus ilusiones. Y cuando se acaba el pitillo, regresan de nuevo a esa especie de refugio antimisiles, sabiendo que comparten algo más que la barra del mostrador y la botella que el camarero va escanciando en sus copas.
Y allí se encuentran con Rodrigo, que no fuma, aunque bebe como un cosaco, y que tal vez nunca oyó hablar del poeta persa, pero que no cree en la vida eterna y, como él, se centra, o más bien zozobra con los placeres terrenales. Y que salga el sol por donde quiera.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Una playa nudista


Una playa nudista.





El nudismo es una especie de religión con una única norma de obligado cumplimiento: prescindir de la ropa. El transgresor es el que va vestido, y en esa comunidad arcaica, snob, hippie o postmoderna, todos deben desprenderse de la máscara, de las etiquetas caras o baratas, de las modas pasajeras. 
Para mí, que tiendo a divagar y a perderme por caminos imprevistos, entrar en una playa nudista me pareció un acto liberador. Con orgullo pueril me perdí entre esos seres desnudos y despreocupados, sin interferencias ni complejos, como si en ese momento contrajera un compromiso sagrado con mi propio cuerpo. Sin juzgar, sin pretender aceptar o rechazar la idea de libertad que ellos señalaban. Vivir sin juzgar es la única manera de vivir. Y es tan difícil conseguirlo, que usamos vestidos no sólo con la finalidad de abrigarnos, sino como  máscaras que cubren nuestros defectos y resaltan nuestras virtudes. Elegimos la que nos conviene para presentarnos a diario ante el mundo, confiando en que éste nos acepte tal como nos gustaría ser.
Un cuerpo desnudo es un cuerpo expuesto, y revela una verdad tan íntima, que inconscientemente bajamos la mirada con un pudor instintivo ante lo solemne, ante aquello que por su sencillez misteriosa nos deslumbra o nos subyuga. Tal vez porque la fascinación que ejerce un cuerpo sin adornos ni artificios distorsiona la dimensión personal, distrae y menoscaba  la esencia del ser, para convertirlo en  instrumento de placer, en carne arrebatadora que con avidez y sin refinamiento contemplamos. Nuestra fantasía se desconcierta ante un misterio que se desvanece dejando un rastro de humanidad y poros abiertos que no siempre exhalan perfumes agradables. Pero nuestra mirada, adicta a los sabores agridulces, disfruta con esa golosina.
Un cuerpo desnudo es un panfleto contra la indiferencia. Reivindica la vuelta a un estado de pureza, de permanente idilio con la Naturaleza. Proclama a un tiempo su individualidad y su pertenencia a la raza humana, el impulso creador y la fuerza destructiva que emanan del alma y se transmiten al cuerpo, su instrumento. Por eso el desnudo es revolucionario y si está en movimiento y se dirige hacia nosotros, se nos antoja amenazador.
Para el artista, el cuerpo desnudo es una herramienta útil con la que expresar su arte y también una excusa para lanzar desde el lienzo, el yeso o la palabra, esa verdad que a veces incomoda porque brota de dentro afuera, y que es recibida en silencio. Porque el hombre "sabe", y el hombre "reconoce".
En la playa nudista me sentí cómoda. Sin botones ni corchetes, sin cremalleras ni fibras artificiales, la vida se despojaba de pretensiones y, con las manos mojadas y el pelo húmedo, se recupera la alegría, ese don innato y desaprovechado.
 La visión que se tiene del cuerpo cambia radicalmente en estos lugares. Las imperfecciones, los excesos o carencias, los colgajos de la carne, las arrugas, en cierto modo dejan de tener importancia. La última barrera, la piel, se vuelve amable, acogedora, cálida. El mar está sereno, y brilla como el espejo en el que todos nos miramos. El mar no sabe de clases sociales. El sol y el mar nos reconcilian y nos hacen sentir pequeños y desnudos, como recién nacidos. 
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Llegaremos desnudos a la última playa, llegaremos despojados de todo, como vinimos; la mortaja la pondrán los otros, los que se quedan temporalmente , como un trámite a cumplir, como un velo ligero que separa una vida de la otra. La máscara servirá de nuevo para ocultar una verdad dolorosa, que instintivamente nos repele.
Moriremos desnudos, pero sabiendo. 





miércoles, 11 de julio de 2012

Cómo rimar "oro" con "toro"

La poesía está íntimamente relacionada con el hambre. El poeta escribe con el estómago vacío- tal vez por eso en los recitales de poesía se suelen servir canapés y bebidas que además de aplacar el hambre y la sed aplacan la trascendencia a menudo insoportable de símiles y metáforas-
No son muchos los poetas que viven de la poesía; en cambio, son legión los poetas idealistas- tal vez sea una redundancia- que dedican buena parte de su tiempo a rimar "oro" con "toro", mientras el grifo de la cocina gotea insistente porque se ha roto la válvula o la canilla. El poeta tiene cosas mucho más importantes que hacer que empuñar una llave inglesa. El poeta tiene que escuchar la voz del viento y por eso, únicamente por eso, le molesta que el grifo de la cocina gotee con su monótono compás, abocándole sin remedio a un exilio de ideas. No hay piedad para ese hombre solitario y vagabundo que trata de ordenar el caos y sólo consigue de vez en cuando un soneto más o menos brillante que fue concebido tras una lectura atenta de Garcilaso, y que nació con vocación de permanecia en una época en la que todo es efímero, liviano, y en la que la franqueza que surge del inconsciente aterroriza.
 El poeta es un impostor: no salva vidas, a pesar de que en su delirio de ángel anunciador se arrogue la facultad de ser médico del alma. Sin embargo, a menudo se conforma con arrancar una sonrisa, o una lágrima, de explorar con gracia una emoción latente. Mientras señala la paradoja del amor, la pulsión  del miedo, el sexo o el deseo, el grifo de la cocina sigue goteando y él se refugia en el monte Parnaso, conducido por las musas, embriagado por los endecasílabos y las rimas consonantes.
¡Pobre poeta que se ve arrastrado sin piedad por la corriente más prosaica de la vida, por unos hijos que tiran de su chaqueta y reclaman una tarde en el Mc'Donalds, por su mujer, que necesita una funda para un diente, por el grifo que gotea, el presidente de la comunidad de vecinos que pide una nueva derrama, y por su madre anciana, que ya ni se queja de sus espaciadas visitas!
¿Qué hay de lo mío?, le preguntan al poeta, como un coro griego que interrumpe de forma indigna y desesperante el que estaba a punto de ser su mejor poema. Él sólo quería rimar "oro" con "toro", y llevar una vida bohemia al estilo Dylan Thomas, ganar algún concurso, publicar en Hyperion, dedicarle un libro a su esposa la mártir y salir indemne de la zambullida a pleno pulmón en el océano de la locura. 
El grito de ese poeta es un grito universal.Su esfuerzo por comprender los misterios del corazón es un esfuerzo colectivo, porque el mundo es un lugar inhóspito con grifos que gotean e hijos que reclaman, pero hay cosas que también deben ser atendidas, aunque requieran un especial desvelo al que él- no lo dudéis- también opone la resistencia, la resistencia del que cumple una misión bella pero ingrata.
El poeta debe lanzar y recoger al mismo tiempo ese grito. De lo contrario, se perderán las secretas nostalgias y la melancolía del alma, y las verdades que importan se quedarán sin palabras que las arropen, y esta verdad muda golpeará con fuerza a los hombres futuros.



lunes, 18 de junio de 2012

El anuncio de Bella Aurora, parte II



La tía Elena amaba los potingues. La ocasional brillantina para el pelo, el colorete para sus pálidas mejillas, las barras de labios de un rojo arrebatador  -escandaloso, según la opinión de la abuela-, el perfume Siglo de Oro -dulzón y persistente como la mayoría de los perfumes de antaño- con el que rociaba de forma generosa mi cuello apretando con sus finos dedos de costurera el perfumero a bomba que le compró en Larache uno de sus novios. Todos los cosméticos se guardaban en hermosos cachivaches que entretenían mi infancia ávida de experiencias. Había un cofre en forma de mariposa, con pequeñas incustraciones de nácar, que desplegaba sus alas para ofrecer una explosión de colores que alegraba sus párpados marchitos y su profunda mirada de mujer de posguerra. Con ayuda de estos cosméticos y de los inefables tarros de crema Bella Aurora, la tía Elena se convertía en una enigmática y seductora Cleopatra.
La crema Bella Aurora no se acababa nunca, porque toda la familia le hacíamos el mismo regalo por su cumpleaños, con esa amable y cómoda insistencia de sobrinos despreocupados que únicamente desean que las cosas, sobre todo las que atañían a la tía, siguieran siendo como eran.
Pero la naturaleza humana tiende al cambio, para bien o para mal. Y la tía Elena no escapaba a esa ley. Sin embargo, esa crema espesa y perfumada distraía sus arrugas y concedía a su rostro el saludable brillo de la esperanza.
Mi imaginación exaltada le atribuía propiedades mágicas. Era el ungüento de las diosas que esconden su divinidad para no ofender a los mortales. 
Yo aspiraba a más. A escondidas, con emoción pagana, me embadurnaba la cara, aunque me estaba prohibido hacer uso de todo tipo de cosméticos, o precisamente por eso. Anhelaba el día en que pudiera salir a la calle con mi nueva cara protegida con aquella espesa máscara impenetrable, salir a las calles como una virgen a la que tiran flores desde los balcones, provocando envidia y deseo en cada esquina.
Recuerdo a la tía Elena preparando el café de los domingos y escuchando las canciones del "ruiseñor de Avignon". Ella tomaba un café largo y fuerte, un café caliente en el que se disolvían el azúcar y los suspiros. La recuerdo pensativa y delicada, junto a un ramo de rosas, o asomada a la ventana, contemplando los geranios y las peonías. Parecía habitar un país extranjero.
En cierto modo, la crema Bella Aurora la salvaba. Salvaba su cutis fino y delicado. La salvaba del sacrificio de ser la tía universal que acepta las migajas de amor que quieran darle, de la bellaquería de sus novios, que la dejaron pese a ser tan bella como la Célimène de Moliere, o la Ilustre Fregona, de Cervantes. La salvaba de todos los que halagábamos su destreza culinaria y nos marchábamos dejándola sola en la cocina con sus cacharros sucios y sus pensamientos densos como el café de los domingos, y sus novelas de Corín Tellado. La salvaba de todos los imperdibles que perdió, y del anonimato de todas las heroínas que pasan por la vida como si fueran sombras cuando proyectan tanta luz.
Espero que tarden en descolgar ese cartel que se encuentra en un edificio de dos plantas, al lado de la compañía de seguros Aliance, de un verde brillante y plastificado. Medio escondido, como si pidiera perdón por existir. Igual que la tía Elena. 

miércoles, 13 de junio de 2012

El anuncio de Bella Aurora, parte I


Cuando paseo por la calle Balmes y veo el viejo anuncio de Bella Aurora con sus letras coquetas a la intemperie, siento una irrefrenable necesidad de abrir esa puerta de madera carcomida donde crece el terco musgo y se agrupan las hojas amarillas del insomnio perenne. A medida que avanzo, las flores marchitas de los recuerdos se alzan turgentes, como si la lluvia pura y delicada empapara sus raíces y las devolviera a la vida. Los árboles, que parecían vencidos por las tempestades y los vientos huracanados que estallan en las venas a pesar del silencio, extienden sus ramas a mi paso y me saludan como viejos camaradas a los que un día dije adiós y a los que nunca dejé de extrañar. Ese camino flanquedo por hileras de rosales de rosas sangre de toro y por lilas perfumadas que aturden los sentidos, llega hasta la antigua casa de piedra desde la que llega la afinada voz de Mirielle Mathieu cantando Rien no rien. Huele a café, y los habitantes de la casa, perezosos, se dejan envolver por ese aroma, tal como sucede cada domingo, hasta que el hambre los saque de la cama uno a uno y, sin parar de bostezar, se sirvan ellos mismos de la cafetera, mientras se dedican torpes sonrisas sin gracia y sorben después el café que uno de ellos acompañará con leche, otro con whisky y el tercero- el padre- tomará solo, sin azúcar, un poco por costumbre y otro poco por extravagancia. O tal vez por una particular interpretación de lo que significa la autoridad. La tía soltera es- cómo no- quien se levantó primero para preparar ese café denso y familiar que ella se tomó hace tiempo acompañada por el ruiseñor de Avignon. Para ella, todos somos sus sobrinos. Incluso su hermana y su cuñado. Somos sobrinos a los que regalar su tiempo y las toallas de puntillas marcadas con nuestras iniciales, anillos de madreperla, camafeos de oro y algún tirón de orejas cuando nos comportábamos como niños de la calle y volvíamos del vertedero con tizne de deshollinador en la cara y con las encías y los dientes negros de comer zarzamoras, al final del verano. Su amor era empalagoso como los bizcochos borrachos que preparaba.