Tomates verdes fritos
(Escrito en 2012, y reescrito en 2020. En homenaje a los que nos precedieron)
Cuando cruzo el umbral de la
residencia tengo la sensación de estar recorriendo los pasillos del metro, caminando
bajo tierra en dirección a mi vagón. Un vagón de metro que tiene un final de
trayecto, una luz y una calle que me espera con los brazos abiertos.
Pero al contrario de lo que ocurre en el
metro, aquí reina el silencio y el olor acre de las flores
marchitas. Y la luz procede de una ventana estrecha, más allá de la cual
transcurre la vida.
En esta residencia, y supongo que en la
mayoría de residencias de ancianos, las cosas funcionan a dos niveles : visita-residente,
fuera- dentro, silencio- ruido, aceleración- ralentización, lucha- aceptación,
presente- pasado...
Todo enmarcado como las viejas fotografías familiares de Juana que disputan
espacio en la mesita de noche a María Auxiliadora o al Papa Benedicto. Todo
enmarcado, como los horarios de visita.
Pensar aturde. Lo siento, pero
este lugar parece hecho a propósito para
pensar, porque aquí el tiempo, pese a estar envasado al vacío,
produce una oxidación escandalosa, un encapsulamiento, una burbuja de aire
rancio de botica. Porque aquí el silencio produce calambres en
el estómago, como el hambre. Y me hace recordar a aquella viejita que en
un relato de Clarice Lispector se perdió en el estadio de Maracaná y que,
cuando finalmente logró llegar a su casa, superando la pesadilla de
caminar en círculo sin apenas esperanzas, en lugar de encontrarse a sí misma-
pues esa búsqueda obsesiva por el estadio exigía un encuentro- se encontró con
la muerte.
Pero me estoy precipitando, y la palabra precipitación no tiene mucho sentido
cuando una se mueve entre sillas de ruedas y ojillos que en lugar de mirar
interrogan. Creo que lo mejor es tratar de adaptarse a su ritmo,
un ritmo extremadamente lento que me impacienta y me hace ir de un
lado a otro como si buscara algo que en realidad no he perdido-
¿busco la vida? ¿la elemental, bulliciosa, luminosa vida que todos
merecemos?-
Está claro: necesito quitarme los tacones y las prisas y calzarme las
zapatillas de andar por casa, ponerme las cristales de ver despacio y
flotar en esa atmósfera húmeda, de aerosoles y lacas caducadas en las que
cristalizan mariposas moribundas con las alas extendidas como un grito.
Mientras voy al encuentro de Juana siento que mis pies resbalan, que mi cuerpo
sufre una especie de vértigo o de sueño pesado. Es la sensación de contemplar
el agua tras el cristal de un acuario, un grueso cristal algo
sucio tras el cual se vislumbran sombras lejanas, líquenes, peces-
escoba boqueantes y unos cuantos y exóticos peces tropicales vivitos
y coleando que se desplazan con su delicado cuerpecillo para emprender su
labor de calceta, para tejer bufandas, o crucigramas, o sueños. En esa gran
pecera algo escasa de oxígeno, otros pececillos besan con sonoros
besos ensalivados las mejillas sonrosadas del nieto, y otros se dirigen
al rincón de lectura y se sientan junto a una ventana para recibir
los últimos rayos de un sol paternal y egregio.
Pues no todo es agonía, escasez o
desamparo. Algunos abuelos me reconocen y me saludan con
una alegría mansa, sin nostalgia, de persona a persona, y entonces cesa la
lucha, el dolor se alivia. Me quieren. Los quiero.
Los últimos recelos se desvanecen: ahí está Juana, sonriendo y
esperándome como cada tarde.
Hoy luce un collar de cuentas
de cristal. Tan digna, tan radiante como si luciera la
tiara de esmeraldas de la reina Isabel de Inglaterra. Le pregunto quién se
lo ha regalado y una vez más calla y sonríe, protegiéndolo con sus dedos torcidos,
con sus manos moradas. Tengo que admitir que su actitud me
desarma, que su silencio me angustia. En el silencio creo percibir una
acusación velada, una queja sin formular que pende sobre mi cabeza.
Pero el consuelo llega cuando percibo su necesidad. Su necesidad es al mismo
tiempo mi amparo. Siempre que visito a Juana recuerdo a aquel delicioso
personaje interpretado por Kathy Bates, y la transformación que se operó en
ella tras las visitas a Nanny, una anciana con un pasado sorprendente. En esa
enternecedora película, las dos historias transcurren paralelas: por un lado,
el relato de una vida que toca a su fin y por otro, el de alguien que al fin
toma las riendas de su vida.
Sin duda, a muchos nos gustaría encontrar a alguien que ilumine nuestra existencia
antes de que su vida se apague como una vela. Encontrar un lucero en
la noche oscura, tal como le ocurrió a la protagonista de "Tomates verdes
fritos".
En sus visitas a la anciana de pelo blanco que escondía terribles secretos,
ella le llevaba pastas caseras, además de aquellos deliciosos tomates
verdes fritos que le recordaban su juventud en Alabama.
Yo, cuando no puedo ofrecerle algo
más dulce, le ofrezco bombones a Juana. Mientras los
saborea cierra sus ojos cansados, todavía tímidos, y se deja llevar por las
sensaciones en silencio, como si meditara. Todo lo importante se saborea en
silencio y con los ojos cerrados. Cuando Juana saborea un bombón, maneja
información privilegiada.
Un día le llevé una revista. A Juana siempre le gustó leer. Pese a que ignoraba
si en ese momento de su vida la lectura le causaría el mismo placer que antaño,
deseaba romper de alguna manera su silencio. El primer titular que leyó
trataba sobre una visita de la princesa Letizia a un jardín de infancia.
"Letizia lee un cuento a los niños", leyó Juana de un tirón. Me
gustaba verla de nuevo interesada en la lectura. O eso me parecía. Ella juntaba
las letras de manera elegante y efectiva, con matices que dejaban entrever
cierta emoción. Su voz era nítida, como la de alguien que reflexiona y comprende lo
que dice. Cuando acabó la breve lectura le comenté, ansiosa por
restablecer la comunicación con ella: "¿verdad que es guapa, la
princesa?". Ella se pasó los dedos arrugados por los blancos rizos de
su cabello y luego me miró con cierto desdén o desaprobación. Entendí
entonces que no necesitaba recalar en lo obvio, ni entretenerse lo más
mínimo con hechos circunstanciales. Ella tiene asuntos propios a los que debe
atender con urgencia, asuntos de su alma y de su incumbencia que la llevan la
mayor parte del día, y que no deben ser interrumpidos. Ése era el mensaje.
Así pues, no pude dialogar con ella a partir de su lectura, que era lo que yo
había buscado. Establecer un puente de contacto, un vagón compartido.
Ella seguía en su silencio y yo no debía
forzarlo.
El silencio, en general, tiene mala
reputación. Tal vez quien teme al silencio teme a la nada-incluso en el caso de
que la nada no sea tan solo una creación de nuestras mentes excitables e
inseguras-
Y antes de que la nada/silencio nos separara como un abismo insalvable, abrí de
nuevo la revista y la invité a leer un anuncio sobre aparatos de aire
acondicionado. "Mitsubisi. El silencio", dijo con rapidez obediente,
y luego se sumió de nuevo en sus cavilaciones, sin duda más interesantes que
las veleidades de este mundo que seguramente dejó de preocuparle hace
tiempo.
Di por hecho que ni le importaban ni las princesas ni los aires
acondicionados, y que ya no tenía que encargarse del mundo porque el mundo lo
sostienen o lo manejan otros, a Dios gracias (esto último ya era más de su
cosecha que de la mía)
"Muy bien, Juana", le dije, aceptándola como era, amándola tal
como era, solidarizándome con su silencio.
Te entiendo, Juana. El silencio resulta tan excepcional, que necesita
pedirse como un favor o una merced, con el dedo índice en los labios o con un
siseo que adormece como una nana cantada con arrobo.
Nunca más el silencio, tu silencio, volverá a angustiarme. Porque callar no
siempre es otorgar.
Callar es un deber, pues necesitamos que el silencio fecunde nuestras
vidas.
Callar también es un derecho, y Juana luchó durante ochenta y ocho años
por conseguirlo.