martes, 27 de agosto de 2019

alarmas

La alarma de las habitaciones de hospital se me antojan señales roncas de SOS de un barquito a la deriva. También me recuerdan a la sirena de los barcos en la noche cuando atraviesan el Canal de Súez y se adentran en el Mar Rojo. Lo importante de las alarmas es que se hacen dueñas del espacio y reverberan. El aire se carga de una inquietud que promueve un movimiento, una resolución a corto plazo. El hospital es una ciudad sedada, con alarmas que la despiertan y la zarandean con súbitos espasmos como electroshocks. Las ruedas de las camillas chirrían, y hay en su gemir un pesar de cuarentena, de campanilla de lazareto que se desplaza por los pasillos que huelen a alcohol y a espera. La sala de urgencias, las ambulancias que transportan heridos o enfermos críticos, el quirófano, el paritorio, tienen sus propias alarmas que se disparan en cualquier momento, y que nos hacen pensar que la vida es una pausa entre dos toques de queda. Que la muerte es una bomba de efecto retardado que en ocasiones avisa y en ocasiones se presenta como un golpe maestro de aire que cierra la puerta. El cuerpo humano dispone de diversos mecanismos que se encargan de llamar la atención en caso de que algo ponga en peligro su estabilidad. La fiebre es una alarma sibilina, subterránea. Es cardumen en la sangre que blanquea y seca los labios y que pone en la frente una cinta adhesiva. Hace del día noche y de la noche centro de sus desmanes. La fiebre es una flecha que dispara sin tino, que trata de derribar al elefante blanco recubierto de oro que se aleja levantando un reguero de polvo y sudor. La sangre es la más acerada, la que ensombrece los párpados y hace palidecer las mejillas con su rápido chorro. En su desbandada lame la piel, la envuelve en su traje viscoso como una serpiente roja que relampaguea. La tos nos recuerda que somos esclavos del oxígeno. Girasoles adorando a ese dios que nos ensancha el tórax y nos oxida sin piedad. El hombre moderno es capaz de desactivar alarmas y ganar batallas imprevistas. Pero ese pálpito morboso, esa desazón no le abandona del todo. “No me había pasado nunca, doctor. Este supurar, este sangrar, esta fiebre, este vómito, esta descompostura de cuerpo y alma. No sabía que había tanto rincón donde la enfermedad pudiera incubar sus huevos. Me siento como esas naves abandonadas en las que suena a veces una alarma, y se encienden luces que vacilan en la oscuridad de un polígono a las afueras. Y mi techo se cae a pedazos, y mis cimientos se descomponen”.