lunes, 18 de junio de 2012

El anuncio de Bella Aurora, parte II



La tía Elena amaba los potingues. La ocasional brillantina para el pelo, el colorete para sus pálidas mejillas, las barras de labios de un rojo arrebatador  -escandaloso, según la opinión de la abuela-, el perfume Siglo de Oro -dulzón y persistente como la mayoría de los perfumes de antaño- con el que rociaba de forma generosa mi cuello apretando con sus finos dedos de costurera el perfumero a bomba que le compró en Larache uno de sus novios. Todos los cosméticos se guardaban en hermosos cachivaches que entretenían mi infancia ávida de experiencias. Había un cofre en forma de mariposa, con pequeñas incustraciones de nácar, que desplegaba sus alas para ofrecer una explosión de colores que alegraba sus párpados marchitos y su profunda mirada de mujer de posguerra. Con ayuda de estos cosméticos y de los inefables tarros de crema Bella Aurora, la tía Elena se convertía en una enigmática y seductora Cleopatra.
La crema Bella Aurora no se acababa nunca, porque toda la familia le hacíamos el mismo regalo por su cumpleaños, con esa amable y cómoda insistencia de sobrinos despreocupados que únicamente desean que las cosas, sobre todo las que atañían a la tía, siguieran siendo como eran.
Pero la naturaleza humana tiende al cambio, para bien o para mal. Y la tía Elena no escapaba a esa ley. Sin embargo, esa crema espesa y perfumada distraía sus arrugas y concedía a su rostro el saludable brillo de la esperanza.
Mi imaginación exaltada le atribuía propiedades mágicas. Era el ungüento de las diosas que esconden su divinidad para no ofender a los mortales. 
Yo aspiraba a más. A escondidas, con emoción pagana, me embadurnaba la cara, aunque me estaba prohibido hacer uso de todo tipo de cosméticos, o precisamente por eso. Anhelaba el día en que pudiera salir a la calle con mi nueva cara protegida con aquella espesa máscara impenetrable, salir a las calles como una virgen a la que tiran flores desde los balcones, provocando envidia y deseo en cada esquina.
Recuerdo a la tía Elena preparando el café de los domingos y escuchando las canciones del "ruiseñor de Avignon". Ella tomaba un café largo y fuerte, un café caliente en el que se disolvían el azúcar y los suspiros. La recuerdo pensativa y delicada, junto a un ramo de rosas, o asomada a la ventana, contemplando los geranios y las peonías. Parecía habitar un país extranjero.
En cierto modo, la crema Bella Aurora la salvaba. Salvaba su cutis fino y delicado. La salvaba del sacrificio de ser la tía universal que acepta las migajas de amor que quieran darle, de la bellaquería de sus novios, que la dejaron pese a ser tan bella como la Célimène de Moliere, o la Ilustre Fregona, de Cervantes. La salvaba de todos los que halagábamos su destreza culinaria y nos marchábamos dejándola sola en la cocina con sus cacharros sucios y sus pensamientos densos como el café de los domingos, y sus novelas de Corín Tellado. La salvaba de todos los imperdibles que perdió, y del anonimato de todas las heroínas que pasan por la vida como si fueran sombras cuando proyectan tanta luz.
Espero que tarden en descolgar ese cartel que se encuentra en un edificio de dos plantas, al lado de la compañía de seguros Aliance, de un verde brillante y plastificado. Medio escondido, como si pidiera perdón por existir. Igual que la tía Elena. 

miércoles, 13 de junio de 2012

El anuncio de Bella Aurora, parte I


Cuando paseo por la calle Balmes y veo el viejo anuncio de Bella Aurora con sus letras coquetas a la intemperie, siento una irrefrenable necesidad de abrir esa puerta de madera carcomida donde crece el terco musgo y se agrupan las hojas amarillas del insomnio perenne. A medida que avanzo, las flores marchitas de los recuerdos se alzan turgentes, como si la lluvia pura y delicada empapara sus raíces y las devolviera a la vida. Los árboles, que parecían vencidos por las tempestades y los vientos huracanados que estallan en las venas a pesar del silencio, extienden sus ramas a mi paso y me saludan como viejos camaradas a los que un día dije adiós y a los que nunca dejé de extrañar. Ese camino flanquedo por hileras de rosales de rosas sangre de toro y por lilas perfumadas que aturden los sentidos, llega hasta la antigua casa de piedra desde la que llega la afinada voz de Mirielle Mathieu cantando Rien no rien. Huele a café, y los habitantes de la casa, perezosos, se dejan envolver por ese aroma, tal como sucede cada domingo, hasta que el hambre los saque de la cama uno a uno y, sin parar de bostezar, se sirvan ellos mismos de la cafetera, mientras se dedican torpes sonrisas sin gracia y sorben después el café que uno de ellos acompañará con leche, otro con whisky y el tercero- el padre- tomará solo, sin azúcar, un poco por costumbre y otro poco por extravagancia. O tal vez por una particular interpretación de lo que significa la autoridad. La tía soltera es- cómo no- quien se levantó primero para preparar ese café denso y familiar que ella se tomó hace tiempo acompañada por el ruiseñor de Avignon. Para ella, todos somos sus sobrinos. Incluso su hermana y su cuñado. Somos sobrinos a los que regalar su tiempo y las toallas de puntillas marcadas con nuestras iniciales, anillos de madreperla, camafeos de oro y algún tirón de orejas cuando nos comportábamos como niños de la calle y volvíamos del vertedero con tizne de deshollinador en la cara y con las encías y los dientes negros de comer zarzamoras, al final del verano. Su amor era empalagoso como los bizcochos borrachos que preparaba.